¿Cárceles tristes con valor compensatorio?

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Reflexiones de cierre

Luis María Serroels

Una Sala de Juicios atiborrada de público. En medio del silencio, más pesado que de costumbre por tratarse del momento en que se iba a leer la sentencia, el presidente del tribunal, con gesto adusto y solemne expresión, dijo dirigiéndose al procesado: “¿Desea usted decir algo antes de escuchar lo resuelto?”. El incriminado, tras ponerse de pie, se acercó al estrado intentando corregir su carraspera producto del comprensible nerviosismo y así respondió: “Su Señoría: es mi más profundo deseo que de ser mi sentencia condenatoria, la cumpla en la Unidad Penal Número 1 de Paraná”.

Un murmullo invadió el recinto, incluyendo la sorpresa de muchos que conocían el hecho de que la residencia del reo y sus familiares distaba una larga distancia de la capital entrerriana. Los magistrados se miraron entre sí buscando una explicación, aunque más allá de las conjeturas preliminares, terminaron por acceder.

No debió transcurrir mucho tiempo para que ese mismo auditorio y ese mismo jurado tuvieran satisfacción a su extrañeza. Porque la molicie de ciertos sistemas a partir de la benevolencia de las propias leyes y la discrecionalidad que suelen demostrar los encargados de autorizar salidas temporarias, pero esencialmente la vulnerabilidad de los mal llamados “sistemas de seguridad” de muchas cárceles, hacen que la fuga termine siendo casi un trámite para reclusos más o menos avisados.

La sesión aludida, el tribunal, el reo y la audiencia, son sólo parte de una licencia periodística para ilustrar una realidad que seguramente muy pocos de los que lean esta columna dejarán de compartir.

Los estándares de seguridad de una obra de ingeniería -que suelen exhibir las empresas constructoras no sin orgullo al momento de cada inauguración-, se miden por la cantidad y gravedad de los accidentes de trabajo y sus consecuencias en términos de vidas humanas. ¿Y dónde deben sustentarse los parámetros de seguridad de los institutos penitenciarios? No solamente en el mantenimiento del orden interno sobre la base de numerosos ítems derivados de extensos y precisos reglamentos sobre convivencia y relaciones población-guardias, sino en evitar estallidos y motines organizados, anticipándose a través de tareas de inteligencia a eventuales fugas individuales o masivas.

Cada interno que se evade, sea cuál fuere el procedimiento elegido para eludir la vigilancia, desde convertir las salidas socio-laborales o socio-familiares en ausencia definitiva o los tradicionales y siempre célebres túneles, boquetes o saltos a muros o alambradas, pasa a integrar la triste nómina que deja muy mal parado a cualquier servicio penitenciario.

El rótulo de “buena conducta” que en base a test diversos sostiene los informes que equipos interdisciplinarios elaboran para los jueces de ejecución penal, han demostrado muchas veces que son resultado de estrategias hábilmente elaboradas por los reclusos para poder ganar la calle con permiso. La disciplina, el aseo personal, la predisposición casi sumisa a las labores encomendadas, la careta de manso, pueden ser un buen condimento a la hora de convencer.

De presos con excelente conducta e intachables informes, suelen nutrirse las listas de evadidos en todo el país. Pero desde la falta a la buena fe del sistema y a la confianza de la Justicia, que cometen algunos reclusos al no retornar al encierro, a la “salida” no precisamente por la puerta principal y de hecho sin autorización, existe una larga distancia.

La cantidad de evasiones por cualquiera de los métodos señalados, desde la Unidad Penal Número 1 de Paraná, exime de mayores detalles. El caso emblemático de un condenado a 25 años que semanas atrás eludió la “vigilancia” de nada menos que tres guardiacárceles -que carecían de toda hipótesis de fuga antes de dejarlo en una vivienda de La Paz-, es el mejor argumento para entender los deseos profundos de aquel reo que pidió a sus juzgadores ser alojado en esta penitenciaría.

Frente a esta realidad, aparecen las acusaciones cruzadas que, al decir de un penalista diamantino, se presentan como destinadas a deslindar responsabilidades y no a atribuirlas, que sería lo correcto.

Si el gobernador no titubeó en pedirle un Jury a dos jueces de ejecución penal por haber autorizado las salidas de Miguel Lencina, afirmadas en informes diversos y sustentadas en una ley firmada por el mismo mandatario, ¿no sería procedente hacer lo mismo contra los que, aparte de Miguel Retamoso y Daniel Malatesta, autorizaron las 13 salidas de José Piñeyro entre el 16 de agosto de 2001 y el 13 de febrero de 2005, condenado a 25 años por haber instigado el asesinato de un empresario?

(Más información en la edición gráfica de ANALSIS de esta semana)

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