Terrorismo de Estado contra “caras de expediente”

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Caso Balbuena: la democracia logró sentar a policías torturadores en el banquillo

Claudio Gastaldi

El crimen de Víctor Balbuena, ocurrido una fría madrugada de 2003 en Concordia, es uno más de tantos casos de violencia y brutalidad policial que nos remontan a las épocas de la dictadura militar y que revela inclusive la sensación de impunidad con que actúa la fuerza. Pero además, el terror dirigido por el Estado no tiene un fin político claro, sino que parece apuntar a mantener un control social. Ya no existen organizaciones revolucionarias que disputen el poder para cambiar las relaciones de producción, ahora apenas si se trata de desorganizados marginales que se conforman con robar algún electrodoméstico que venden para subsistir y mantenerse dentro de un sistema que sólo les ofrece palos y marginalidad.

Desde 1983 a esta parte, la lista de torturas, tormentos y violencia policial criminal en Concordia es tan larga como escalofriante. Sin embargo, en todo este tiempo, el Caso Balbuena, sino el único, es uno de los pocos que llegan a juicio oral y público. Una noche gélida del mes de julio de 2003 un grupo integrado por cuatro policías que hacían una ronda nocturna en el móvil policial (300) secuestró, torturó a cuatro jóvenes humildes (algunos ligados al delito menor, pero que nada habían hecho ese día) y finalmente asesinó a uno de ellos. Los tres restantes, según el fiscal Carlos Larrarte, lograron sobrevivir milagrosamente “por tratarse de personas rústicas, yo no lo hubiese soportado”, dijo en su alegato. Luego de ser brutalmente torturadas, las víctimas fueron trasladadas en el baúl del móvil y arrojadas al arroyo Ayuí, una madrugada que registró -2 grados bajo cero). El testimonio (aportado por la defensa de los policías), del médico forense José Alberto Gesualdi es, además de escalofriante, revelador de un salvajismo que excede a sus responsables y que nos remite a las peores épocas de la dictadura.

“Para mí, el joven (Balbuena) debió estar boca abajo, caído en el piso o sobre algo, y alguien lo golpeó con fuerza con la punta de un objeto romo, duro”, dijo Gesualdi. El forense halló en el cráneo de Balbuena esquirlas óseas. Por lo tanto, el golpe fue propinado “con una violencia extrema”, de lo contrario, hubiese hallado una fractura “estrellada”, dijo.

Este caso se puede emparentar al de Gastón Lescano (1997), a quien luego de estrellarle la cabeza contra la dura y filosa puerta abierta de un Ford Falcon lo arrojaron en un descampado; o al de Pato Segovia, a quien ejecutaron a quemarropa con una escopeta frente a sus familiares luego de una fenomenal paliza; o al de Orlando Pelado Medina, de 17 años, con quien practicaron tiro al blanco mientras corría, es decir, lo cocinaron por la espalda (1999); o el caso de Enrique Clemente, a quien también ejecutaron de atrás (1998), por sólo señalar algunos de los más sonados casos en los que, obviamente, el copyright es policial y no respetó signos políticos ya que durante la administración de Sergio Montiel se produjeron varios asesinatos más, entre ellos el de Balbuena (que vamos a contar) y el de José Luis González, en Villa Zorraquín.

Aclarando que se trata sólo de algunos ejemplos (los casos de asesinatos policiales se aproximan a los 20), resta mencionar los casos casi cotidianos de tormentos en las comisarías de la ciudad o a la vista de todos, en los barrios humildes, periféricos, donde primero golpean, tiran y después preguntan. Así ocurrió en junio de 1999 cuando un changarín, José López, padre de nueve hijos, fue interceptado por la Policía confundiéndolo con un ladrón en la zona del Barrio San Jorge. Sin decir agua va, llenaron su cuerpo de balas de goma dejando profundos orificios. López iba en un carro con su hijo de 4 años; al niñito no le fue mejor, una bala de goma le produjo estallido ocular y como consecuencia perdió su ojito.

O en abril de 2001 los casos de Fernando Bravo, de apenas 15 años, y de Darío Robles, un chico con síndrome de Down.
Fernando, a punto de finalizar en aquel momento el tercer año del secundario y realizando trámites para ingresar a la Policía, contó detalles espeluznantes de la paliza recibida. Dijo incluso que apenas lo bajaron arrastrando y de los pelos en la Departamental de Policía “eran como 15 los policías que me pegaban estando en el suelo”.

La democracia, como se observa, está aún lejos de reivindicarse como tal, privilegiando la vida, la libertad y los derechos humanos más elementales, luego de la larga noche de desapariciones, torturas y asesinatos de tiempos de la dictadura.

La persistencia de esta práctica policial execrable lejos de ir en disminución, se acentúa con el mismo nivel de insolencia con que crece la pobreza.

Es impresionante observar cómo la violencia policial ha ido creciendo en la ciudad a medida que ésta fue ganando los primeros lugares en los índices de pobreza, desocupación y marginalidad. Basta recurrir a las estadísticas para comprobar la estrecha relación que existe entre pobreza, delitos menores vinculados a la propiedad y crecimiento de la violencia policial. Sería larga la lista de casos (sobre todo desde los comienzos de la década del 90 en adelante), muchos de los cuales han sido reflejados en ANALISIS no sólo por el autor de esta nota.

(más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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