Crímenes y conflictos personales detrás de las fachadas de Paraná

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Anticipo de la nueva novela de Julio Federik

“Yo me apego a la tierra en que he nacido, aquí están mis recuerdos y mis sueños, aquí creció la sed de mis empeños y aquí seré feliz o habré perdido”. Cinco veces la había repetido concentrada en lo que estaba diciendo. Quería aprendérsela y no sólo de memoria, quería que las imágenes se hilvanaran con los conceptos, para que cada vez que quiera decir el poema surja plásticamente la visión que genera cada verso y luego la idea, y recién después, la palabra.

Iba caminando por Avda. Rivadavia hacia el Club Estudiantes y las veredas estaban tapizadas con la flor del lapacho. Esa flor que es apenas un rosado temprano y que estalla en múltiplos generosos con el sol de septiembre.
Amaba a su ciudad y le gustaba caminar las subidas y bajadas de sus calles, especialmente las de veredas anchas y arboladas. Sus plazas, sus repetidas plazas con fuentes ornamentales y estatuas, que se habían convertido en el refugio público de pájaros citadinos y sedentarios.

Tenía claro que este sentimiento iba más allá de su pertenencia, sabía que en Paraná había quedado su niñez recién escrita, con la tinta fresca del pasado cercano, pero también estaba lo que vivieron sus padres y lo que escribieron, con sus personalísimos actos, sus cuatro abuelos. Fueron ellos quienes se la mostraron paso a paso. Como cuando la llevaban a caminar por el Rosedal del Parque Urquiza o a andar a caballo los domingos a la izquierda del Monumento con los aperos para niños que acomodaba Doña Socorro. Y luego, el otro caballo, el de blanco lustroso, el que subía y bajaba en la calesita, frente a la rotonda de la Danza de la Flecha, ese bronce de indio bailando, emplazado en el centro del círculo.

Recordó también las fiestas de la Plaza en los festejos patrios con las bombas que hacían volar sin destino a las palomas de la Catedral y alborotaban los morajuces que se habían aquerenciado en las enormes encinas de ramas perpendiculares y extendidas, sucias de su guano. Los desfiles con banderitas en la mano y chicos que corrían con su alegría entre las fuentes de sirenas estáticas y agua en movimiento. Allí donde ellos se asustaba con los andriagos cabezones, esos peces mitológicos que siguen resoplando litros pulverizados, formando una tenue llovizna al costado de su perímetro con una nube petisa y gris que se disipa al instante para renovarse después, constantemente. Allí, cerca de los lustradores de zapatos, los de sus cajoncitos de geometrías variadas, adornados de tachas metálicas y los fotógrafos de guardapolvos grises con cajas rectangulares de madera y el tubo frontal de la lente. Y su trípode de madera dura y extensible y esa larga manga negra donde metían la cabeza para ver el objetivo de los novios acicalados y tiesos o la abuela con sus nietos recién peinados. Eran tomas en las que había que quedarse quieto un instante porque se necesitaban tres segundos para que la luz impacte lo suficiente en el celuloide y aparezcan con la cabeza hacia abajo las figuras.

Pudo recordar cuando sus abuelos la llevaban a pasear por el Puerto, en el tranvía que bajaba la barranca hasta el atracadero de las lanchas y las permanentes colas de los pasajeros a Santa Fe. Se repartían entre señores con sombrero y estudiantes conversadores y barulleros. Había unas grúas muy altas al lado de los galpones y unas cornamusas de bronce pulido por el uso, en las que ataban los gruesos cabos de amarre de los barcos. Con el Wanderer, el auto alemán de antes de la guerra, recorrían también la zona de los Corrales y la Estación de Trenes. Iban por las calles principales de los barrios, por la zona de las Mil Camas de la Fundación Evita, cuyo nombre no pronunciaban, mientras le contaban sucedidos y anécdotas de cada barrio. Había muy pocas calles asfaltadas, muchas cuadras adoquinadas y la gran mayoría de tierra; a veces, sólo a veces, abovedada.

Los principales paseos eran visitas a las casas de sus amigos, solariegas y anchas, con el frente de rejones repetidos y zaguán en el medio. Esas casas con muchas tías y vecinos y gentes que disfrutaban sus tiempos contándose sus cosas; las suyas y las de los demás, lo que habían escuchado en las radios a lámparas o leído en los diarios locales de pocas páginas. Esa gente que tenía el hábito de la sociabilidad y la conversación con todo el tiempo necesario. Ellos también se acercaban a la nieta de Pancho para ver su niñez rutilante correteando por patios llenos de plantas y parras con sombra y con racimos.

Victoria por las alturas

Cuando se acercaba hacia él con la blusa abierta como una ventana a la dicha, el Dr. Weiss sólo pudo dar un paso hacia adelante y sintió que un corazón enorme y africano empezaba a rugir dentro del pecho.

Ella le devolvió la furia y convocó la suya. Allí se terminó la civilización. Luego se preguntarían por qué hicieron tanto desorden sobre el escritorio teniendo el chaise lange al costado o el mismísimo dormitorio disponible pasando la puerta de atrás, al lado del retrato de Freud. Allí donde terminaron después exhaustos y dormidos.

A la hora y media el Dr. Weiss ya estaba despierto pero ella no lo advirtió.
Victoria se incorporó frente al espejo, se acomodó el pelo largo y despejó su frente. Parecía disfrutar de una absoluta intimidad dando por sentado que estaba dormido. Cuando se puso de perfil el Dr. Weiss pensó que, en la curva decididamente inclinada donde concluía su columna, se podía apoyar una copa de champan. Se autoreprochó por esa exageración complaciente, pero se ratificó y concedió solamente una vertical disminuida. La copa, como mucho, podía adquirir la suave inclinación de la torre de Pisa, pero no se caería.
Cualquier comparación que hiciera con su piel hubiese sido ruinosa, como la que ensayó, sin ninguna originalidad, con la suavidad de la porcelana.

Efectivamente, hubiese sido una minoración descomedida, casi un insulto; la piel de Victoria era suave, pero tenía una suavidad con latido y la mejor temperatura a la que podían aspirar sus labios o sus manos. Victoria era alta, con un cuello largo, como para usar sombrero, pero también como para treparse como un drácula desdentado y entusiasta para recorrerlo despaciosamente antes de caer en la ciruela partida de su boca y la magia alucinante de su lengua prodigiosa.

No quería perderse detalle de lo que veía, porque este momento querría poder repetirlo mil veces en su memoria. Pero ya entonces se daba cuenta que ésta es apenas una fotocopia plana, poco menos que inútil para repetir lo que viven los sentidos. Hacía mucho tiempo que no lograba una excitación semejante. Ni siquiera pudo reconocerla como tal porque estaba absorto en la contemplación, tapado como un beduino con la sábana arrugada y gloriosamente húmeda, pero con los dos ojos puestos en la figura.

Franz muere en Rosario

La noticia llegó. Franz había muerto unos días atrás cuando estaba armando una bomba. Todas las otras hipótesis que se tejieron para evitar la verdad cayeron con la crónica escueta de La Capital, el diario de Rosario. La explosión había ocurrido en una casilla en el asentamiento de viviendas precarias cercano a la Ruta 9, casi a la salida hacia Buenos Aires. Habían fallecido dos personas, Franz y una mujer joven oriunda de Santiago del Estero a quien vinculaban con Santucho. Victoria se enteró en Paraná, por un llamado de una compañera de la Facultad.

La sorpresa, que no debió ser sorpresa, igual lo fue. Ella sintió bronca, sintió pena y la golpeó un dolor en el estómago que llegó con su propia furia. Miró su rostro en el espejo y vio una expresión que nunca había encontrado allí. Se lavó la cara. Se tiró en la cama y con rabia golpeó su almohada con los puños, con los antebrazos y zapateo hasta que quedó exhausta y entonces pudo largar el llanto. Quedó extenuada y en un estado de limbo ya sin recomponer la mirada de Franz, ni sus manos, ni su cara. La furia había desaparecido junto con sus fuerzas. No quería pensar y puso su mente en blanco como hubiera querido hacerlo en otros momentos Terminó dormida con la cara empapada.

Cuando despertó, llamó a su mensajera y supo que el día anterior habían enterrado lo que quedaba de él. Que debieron hacerlo en el secreto que impusieron los militares a sus padres cuando le entregaron el cuerpo. Victoria solo sabía sus nombres porque Franz nunca la acercó a ellos ni quiso darle otra información. Sabía que vivían, en una casona de Fisherthon, un barrio residencial de la ciudad y buena parte del verano en su casa de Punta del Este. Ahora supo que se habían ido al campo, huyendo de sus relaciones.

Salió a caminar y fue hasta el Puerto. Bajó por San Martín hasta el Parque Urquiza y de ahí a la Costanera y cuando acordó, estaba en las oscuridades de las cercanías del edificio de la Aduana. Una construcción inglesa como la del edificio inmediato de la Prefectura. Cruzó los galpones y se sentó frente al río en una emplanada al lado de una enorme grúa. El río corría manso con algunos camalotes y se escuchaban algunos cantos tardíos de los pájaros. Ya había pasado la hora de los mosquitos. Se acordó de su llanto de tercer año del Secundario cuando se fugó de la Escuela Normal y fue a la Costanera. Su sentimiento de hoy era diferente. Ahora seguía con bronca pero tenía una llovizna de melancolía. Ni bien retomaba ese pensamiento podía disiparlo con la razón pero le seguía quedando una queja embroncada.

Se quedó largo rato sentada mirando el río. Se puso a caminar y se fue hasta el Paraná Rowing, el club de su padre y sus amigos remeros. Apenas unas luces mortecinas y un Ford Falcon oscuro pasó varias veces por la costanera esa noche. Fue hasta la parada del colectivo rojo, el único que unía ese lugar con el centro y lo tomó hasta la esquina de la Iglesia San Miguel, a metros de la casa paterna, allí donde estaba viviendo.

Su madre, sí que sabía de Franz y de sus inclinaciones políticas. Recordaba especialmente cuando la plantó por esas razones para la fiesta del Club Social. También le temía por su influencia y el dominio que tenía sobre ella, al menos, como lo entendía Estaba sentada en el comedor. Le contó de su muerte y ella inmediatamente trató de consolarla pero Victoria trató de quitarle esa preocupación aclarándole que ya no había nada entre ellos. No importa se dijo y la abrazó. Al menos alguna vez lo hubo, lamentablemente, se dijo con alivio.

-Ya lo enterraron sabés. Un accidente grave. Ya no está. Pobre Franz.

(Más información en la edición gráfica de la revista ANALISIS del jueves 22 de junio de 2017)

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Por Nahuel Maciel  
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Cultura

Se desarrollará éste sábado a partir de las 21.30 en el Teatro del Puerto.

La agenda se desarrollará entre el 23 y el 26 de abril.

La cita es este domingo a las 20 en Casa Boulevard/Sala Metamorfosis.