Las garras del narcotráfico

Edición: 
1076
Anticipo de “Las cenizas del narco”, el nuevo libro de Daniel Enz

Daniel Enz

Sergio tenía 19 años. Lo mataron de tres balazos en la espalda en el barrio La Milagrosa. Estaba en la puerta de su casa. Ema (16) había ido a comprar una gaseosa. Lo acribillaron en la zona de Lomas del Mirador. A Yamil (18) le pegaron un tiro en la cabeza, en el mismo barrio. David (32) era remisero. Lo mataron los dos jóvenes (de 18 y 19), por la espalda, después de que le pidieron que los traslade a la zona de Los hijos de María. Rodrigo (20) murió en un tiroteo desde dos autos. Efectuaron más de 40 balazos. Leandro (21) cayó muerto por otra bala que no lo dejó llegar hasta la escuela Esparza. Lo mataron desde una moto. Muerte y más muerte. Cada día. Cada noche. Muerte y suicidios. Como los de Carlitos, Francisco o Brisa. Algunos porque no tenían margen y prácticamente recibieron la orden de acabar con su propia vida. Por una deuda por drogas; por una mejicaneada chiquilina. Otros, porque no soportaron más el entorno familiar de odio, violencia, abusos, indigencia, abandono y desamor.

Pero a los narcos de Paraná nunca les interesaron las secuelas. La destrucción de generaciones. La muerte en un triste cajón, ni la muerte en vida de un pibe, condenado a ese final anunciado, del que jamás podrá escapar. Ellos deciden; ellos marcan a ese chico y lo cercan como a un perro enjaulado, al que le dan y le quitan para provocar su furia. Ese casi niño de 11 o 12 años queda dentro de una telaraña donde la salida es el suicidio, la adicción agravada o la muerte violenta, en una pelea de bandas y con la cabeza quemada. Los dejan al todo o nada, inmersos en un sistema macabro y perverso, ideado en cada detalle, a través de una estructura de mando que arranca en ese inescrupuloso jefe narco regional. Es el personaje mítico del que siempre escuchan hablar, pero solamente lo verán de lejos o en algún informe televisivo. Lo idolatran por su forma de vida y su pasar económico. Es un héroe en ese barrio pobre de Paraná; como algo mágico, inalcanzable, pero que vive allí con ellos y hay que defender a capa y espada.
La organización va descendiendo escalones, con sus directivas mafiosas, hasta llegar al último eslabón, donde está ese pequeño soldadito.

Ese jovenzuelo venderá droga primero, será su prioridad de vida; tendrá una chuza o una sevillana inicialmente como arma de defensa y llegará luego a la pistola reglamentaria, en la misma edad en que antes la prioridad era tener inflada la pelota para jugar al fútbol en la calle o salir a la calle a competir con su bicicleta en la cuadra de esa zona. Muchos de esos pibes armados se mueven en el barrio hasta con chalecos antibalas, al mejor estilo colombiano o mexicano. Pero esos nombres no son lejanos; son de acá nomás, a diez minutos de la peatonal San Martín de Paraná.

Todo se dio vuelta. Todo se tergiversó. Ya no se escuchan risas de chicos jugando en la calle del barrio ni la radio a transistores con música tenue de LT14, al atardecer, mientras los abuelos en pantuflas toman ese anhelado mate en la vereda, después de algunas horas de trabajo; a ninguna hora pasa eso. Ya no.
Los gritos son de violencia; de amenazas y de muerte, como en una carrera alocada cinematográfica. Mezclados con balas que pasan rozando cabezas y muchas veces impactan en esa víctima casual o en esa vida joven, con todo por delante, pero sin mayores expectativas, que se sumó a esta alocada y absurda carrera narco porque en esa casa precaria convive con su padre que vende drogas, su madre prostituta y su hermana que también sigue el mismo camino, pese a que ni siquiera cumplió 15 años.

Ese balazo de un enfrentamiento entre bandas, esa herida, esa muerte, hasta le dará chapa de valiente al soldadito; será como su carta de presentación para ascender algunos escalones en la estructura delictual y pasar a ser alguien importante en el barrio, entre los de su edad.

Pero a nadie le interesan sus consecuencias. Ni a los jefes narcos ni a buena parte del poder político o judicial -salvo excepciones-, que prefieren mirar para otro lado, cada vez que llega el reclamo social. Para los primeros, siempre fue esa moneda de cambio; ese número en una organización donde lo único que importa es el dinero y esa añorada porción de poder. Para el resto, ni siquiera son un dato estadístico. Existen en tiempos de campaña y solamente son un problema, por escasos días, si se mata a alguien, siempre y cuando la presión pública o comunicacional sea lo suficientemente fuerte. Pero saben que “todo pasa”.

La clase política sigue ignorando el aniquilamiento de generaciones de pibes en por lo menos 20 barrios de Paraná y un número menor de distritos en Concordia, Gualeguaychú o Concepción del Uruguay.

“Muy pocos entienden que los chicos mueren como moscas, son los nadies, los ninguneados, esos de los que habló alguna vez Eduardo Galeano. Son chicos, menores de edad que cada vez están más perdidos en la vida; ellos son asesinados o se suicidan y pasan a ser noticia un día, a ocupar un mísero espacio en un medio periodístico, pero al otro día ya está, ya pasó”. La definición de la docente con más de 25 años de antigüedad en esos barrios periféricos de Paraná es contundente, cruda, llena de realidad. Ella sabe de lo que habla, porque lo vivió en carne propia durante décadas. Convivió con ese desarrollo del tumor maligno del narcotráfico, que tanto dolor causó y provoca día a día. Vio su crecimiento y también lo destructivo que fue y que es cada día.

Durante mucho tiempo estuvo en la escuela Guadalupe, que es de La Floresta y en la Bazán y Bustos, que es del barrio El Sol. O sea, a no más de 20 cuadras de la plaza principal de Paraná o la Casa de Gobierno. “Ambas zonas son tremendas. Están en un contexto muy problemático, no tan sólo por la venta y el consumo de drogas, sino porque están abandonados. Todos sabemos que esa realidad nunca les cambiará”, acota.

¿Y cuántos se ocupan de ese abandono? La respuesta es nadie. Miles de pibes destruidos a través de generaciones, carcomidos por la voracidad del narcotráfico, impuesta por no más de cuatro o cinco jefes del negocio, que fueron cayendo presos en los últimos tiempos, pero que siguieron renovándose y manejando estructuras desde las propias cárceles de Paraná, Gualeguay o Gualeguaychú. Siempre hicieron lo que quisieron desde cualquier celda, de esas vip que se hicieron construir, aunque nadie lo quiera reconocer desde un lugar oficial. Entre rejas, con uniformes y charreteras, abundan demasiados personajes corruptos, vendidos a ese poder narco por importantes cifras de dinero y, de alguna manera, amparados por el poder político de los últimos diez años en Entre Ríos.

“En estos barrios pobres tenés los alumnos que llegan a la escuela con un balazo en la pierna, porque el narco del barrio les advirtió que no dejen de vender su droga o también están los que comercializan en la escuela; se encargan que el negocio siga adelante y ojo con meterse en su camino porque sos boleta. Ahí es en donde aparecen los enfrentamientos entre banditas, las balaceras y el “no pises mi barrio”, dice la docente. Una cruda realidad, donde no existen las estadísticas oficiales, porque en el Consejo General de Educación (CGE) nadie se alerta y así fue históricamente. Es tal el nivel de omisión, que da pena. Ni siquiera se exige que los pibes tengan la actualización del documento nacional de identidad. La mayoría tiene aún el DNI de cuando tenían 8 años.

Para una escuela, el chico que matan o se suicida queda como que abandonó, que no terminó el ciclo lectivo. El establecimiento educacional no informa de esa situación; no lo informa. Debe mantener la cifra y por ende dibuja el número de asistentes ante el CGE, para no perder la matrícula ni descender de categoría. Así de absurdo es el sistema y no hay quién se ocupe de revertirlo. Así funciona y de esa manera tendrá que continuar. La pregunta es por qué, más allá de los oficialismos de turno, ningún legislador de la oposición trató de revertirlo.

Sencillamente, porque es un tema que no les interesa.

Son barrios cooptados por el narcotráfico, donde solamente mandan los cabecillas del negocio narco. Son los dueños y señores; no importa si son docentes de sus propios hijos o hermanos. Ya no hay códigos como antes. Ya nada quedó de aquello, en que se hacían las transas, pero el maestro determinaba respeto; era el límite que se imponía a la propia negociación. Hoy ese maestro está expuesto a que lo amenacen cuantas veces sea necesario, que lo ataquen, le roben sus cosas, lo golpeen o arrastren a la salida de clases. Y por ende, la gran mayoría de esos docentes termina pidiendo licencia psicológica, por la tensión en la que viven o bien directamente solicitan que los trasladen al otro lado de la ciudad, lo suficientemente alejado de ese calvario. Tal como sucedió con un profesor de música paranaense, al que le robaron la guitarra y a la vez le lastimaron, con serias secuelas, uno de sus dedos. Por mucho tiempo no pudo cumplir con su rol de enseñanza, por las heridas. Primero pidió licencia, pero luego no quiso ir más a ese barrio, donde los alumnos eran felices con sus clases de música. Otra docente intentó resistirse al robo de su cartera, la arrastraron y le provocaron varias heridas los mismos pibes a los que conocía como alumnos de una misma escuela. No importó el pedido de clemencia de esa generosa mujer, a quienes durante años ayudó a crecer y formar.

Los pibes roban e ingresan por un sector a determinado barrio; a los pocos minutos salen por otro lateral y con una vestimenta totalmente diferente. Hasta en esos detalles están organizados.

Y los hechos se cometen a la vista de todos e incluso de la misma Policía. Los uniformados saben a diario que suceden esos episodios, pero poco pueden hacer con esa pequeña estructura que disponen en esas dependencias barriales, por lo cual casi siempre se mira para otro lado. Algunos adoptan esa actitud por temor; también hay de los que acuerdan determinados ingresos extras con los narcos y hasta les terminan vendiendo armas reglamentarias que consiguen en algún allanamiento. Hay armas que desaparecen por arte de magia y luego son colocadas en el mercado negro. Y varios de esos oficiales de determinadas comisarías desalientan a los vecinos que acuden a denunciar hechos vinculados al narcotráfico. “Señora, ¿usted está segura de lo que me está contando?”, preguntaron más de una vez a alguna de las denunciantes. Y a los pocos minutos, el jefe narco de ese barrio tenía el dato de la denuncia, con nombre y apellido de la denunciante, domicilio y hasta foto enviada por whatsapp, por lo cual, horas después, ese buen vecino tenía que soportar la amenaza de algún soldadito enviado para tal fin o el hostigamiento por varias semanas. Las filtraciones de información desde la dependencia policial no solamente pasan en tal sentido; también sucede en los momentos previos a los allanamientos a las casas. Demasiadas veces, cuando llegan los uniformados y los representantes de la justicia, por lo general no encuentran nada en ese domicilio allanado o bien hallan la mitad de lo pensado. Precisamente porque le pasaron el dato a sus moradores y estos alcanzaron a trasladar las cosas a otra vivienda lindante o cercana. A veces, a la casa que está exactamente al lado, que no figura en la orden de allanamiento.

“Los docentes estamos sobrecargados en esas escuelas barriales, desbordados porque nos tenemos que hacer cargo de muchas cosas; porque quienes deben ocuparse no lo hacen y prefieren estar cómodos en una oficina tomando mate y comiendo bizcochos. Siempre les digo a mis hijos que hay que hacerse cargo de las cagadas que uno se manda y creo que acá hay varias personas que cometen demasiados errores y no hacen nada. Es como que no hay conciencia del problema o sí la hay, pero realmente no les importa. Es un sistema que ya no tiene límites”, señala la experimentada maestra, casi sin levantar la vista para contener esas lágrimas de dolor e impotencia.

“Además de un Estado ausente por donde se lo mire, está el problema de la familia, la casa. Ni bola le dan a los pibes. No quiero tirar cifras, pero la mayoría de los chicos que consumían cuando trabajaba en la Bazán, estaban solos; o sea, sin un adulto responsable que los supervise o contenga en sus viviendas. Pobres chicos. El patrón se repite siempre: familias desarmadas, sin trabajo, padres o madres alcohólicas, que no les importan sus hijos, a los que también viven golpeando o abusando. A veces algunos docentes les damos una mano, pero lo cierto es que todo no se puede. Porque también hay que tener en cuenta que no son cinco los alumnos que consumen. El 50 por ciento de los jóvenes de cada curso consume o alguna vez consumió drogas. Y no hablo sólo de marihuana, hablo de cocaína o alita de mosca (residuo de la cocaína). También está el popper (sustancia que se inhala) y el paco; uno peor que el otro”, acota luego.
Mientras tanto, buena parte de la población entrerriana y en especial de Paraná, se conmueve por las noticias provenientes de Rosario, sobre el crecimiento permanente del narcotráfico, la violencia y las muertes. La pregunta es cuánto de distante se está de esa realidad cotidiana, en esos 20 barrios periféricos de la capital provincial, respecto de lo que se denuncia sobre la ciudad santafesina. Y no se quiere ver que la realidad es muy similar. Que las prácticas son las mismas.

Que es casi lo mismo.

“Sucede que pocos se adentran en los barrios de los bordes, donde están los más vulnerables; en donde hacen cualquier cosa para ganarse unos pesos. Donde demasiada gente vive en condiciones de absoluta pobreza: sin luz, sin agua potable, sin cloacas, sin baños. El jefe narco pasa a ser Lucifer y familias enteras se subordinan a sus ofrecimientos de una mejor vida a cambio de vender droga. Entonces, el padre vende drogas, la madre pesa y fracciona y el chico le da el toque final a los paquetitos de cocaína o marihuana, para luego distribuirlos en su bicicleta o motito. Es un emprendimiento familiar. Pero la gente de esos barrios prefiere quedarse callada y tratar de seguir viviendo como puede, mientras que los del centro, ajenos a esta problemática, se preocupan porque no les recogieron la basura. Y así seguimos, en un estado de falsa conciencia permanente”, remarca la docente. Nada más real que tales dichos, para una sociedad hipócrita y de escaso compromiso.

Guillermo, asesor pedagógico del establecimiento educacional que está dentro de la Escuela Hogar lo define perfectamente: “Para entender la realidad, hay que caminar por una villa alguna vez y ver los pibes sucios, en patas, llenos de moco, con hambre y sin ningún adulto que los mire. En un contexto donde está la desprotección total y en donde ellos nunca adquieren dignidad. No tienen respeto por el otro porque nunca nadie lo tuvo por ellos. No hay que agarrársela con el pobre pibe que sufrió toda la vida y ahora vende unos gramos de cocaína por unos mangos, para poder sobrevivir. Hay que apuntarle al narco importante, que usa estos gurises. Pero la sociedad de Paraná no lo ve; no tiene en cuenta el complejo entramado que comprende esta situación y solamente mira al chico de barrio que nació en la miseria, que consumió para aislarse de esa realidad. Es víctima de un sistema social que lo condena”.

*****

Los soldaditos de Petaco Barrientos, Tavi Celis, Gonzalo Elbio Caudanna o Nico Castroggiovani -cuatro de los últimos jefes de Paraná- siguen haciendo los negocios para ellos o sus sucesores.

Las estructuras están sin su conductor en libertad, pero prácticamente intactas. Siempre habrá algún capitalista que haga un buen aporte millonario para la compra del cargamento y luego se le devolverá ese dinero, con altos intereses. Dos o tres veces lo aportado, porque le venta de droga rinde; es un buen negocio para ese socio del dinero, al que casi nunca llega la justicia federal.

“¿Vos entendés que son pibes que primero consumen, luego venden y les resulta imposible salir de las garras del narcotráfico?; el camino va directo a la cárcel o al cementerio. Son pibes solos por el mundo, invisibilizados y anónimos. Y para evitar que vayan a prisión, el líder narco busca chicos pequeños, porque son inimputables para la justicia. En la Bazán tuve tres chicos que tenían tiros en las piernas y no les pasó porque les quisieron robar o se hirieron en una balacera, sino porque se trata de una advertencia de integrantes jefes de su propia banda: “No podés dejar de vender droga, sos mío”, es lo que le dicen, remarca otra docente, también conocedora de la realidad barrial.

El sistema funciona muy aceitado y da pena. El subjefe narco convence al pibe de 11 o 12 años que vendiendo droga va a tener su propia plata, para comprarse un celular de última generación, las zapatillas más caras o la versión más reciente de la PlayStation. El chico deja la escuela en abril o mayo, le proveen de un arma y chaleco antibalas; vende, consume y vuela por las nubes; se aísla y no tiene que lidiar con los problemas terrenales. Y es el propio adolescente el que va convenciendo a sus compañeros de escuela para que se vayan sumando. Les muestra todo lo que compró en escasas semanas y les hace un desafío de vida: el que no se suma es un cagón, un perejil; ellos, los soldaditos, son los más valientes y osados.

“Los chicos se nos mueren como moscas y nadie hace nada, cuando todo es realmente urgente. Ah, pero para votar sí son personas. Mientras que para invertir en un vaso de leche con una galleta ni se mueven desde el Estado provincial o municipal. Me cansé de gritar y pedir por mucho tiempo ayuda, de denunciar la falta de articulación desde algunos organismos que son responsables; no quiero ni hablar del Copnaf (Consejo Provincial del Niño, el Adolescente y la Familia) porque para mí no existe. Puede que esté colapsado o no tenga los recursos humanos necesarios porque no tiene la inversión necesaria, pero hablamos de la educación de los chicos, de jóvenes que están tan pasados de droga que no pueden aprender. Cuando tienen examen, me encuentro con la misma respuesta: “Doña, yo leí mucho para la clase de historia, se lo juro que estudié, pero no me acuerdo de nada”. Ahí uno no sabe si abrazarlo o qué; son pobres víctimas de un sistema. Los pibes están tan perdidos y armados que andan haciendo de todo en el barrio; algunos roban, molestan, se tiran entre ellos. ¿A vos te parece que esto es vida?”. Muchos de esos pibes, que llegan totalmente dados vuelta a clase, también ingresan sin desayunar o comer algo. Sencillamente porque no tienen con qué alimentarse en sus respectivas casas. Llegan con los ojos rojos y el estómago vacío. Por eso desayunan o toman una taza de té en la escuela, apenas ingresan y allí cuentan de sus cosas; de la falta de afecto que tienen todos los días, porque nadie los escucha en sus casas; porque nunca hay una persona mayor que los contenga o les de consejos. Algunos viven con padres drogados en sus casas; otros tienen algún padre o madre o hermano asesinado por hechos violentos del propio narcotráfico. Esos progenitores ni siquiera saben firmar; son analfabetos y los propios hijos tratan de ocultar esa situación por vergüenza que tienen, cada vez que se los convoca a la escuela. “No traje los anteojos y no veo para firmar”, dicen una y otra vez.

La droga va socavando. Todo el tiempo. Es como un cáncer en el cuerpo. Quema las neuronas de esa víctima; destruye familias y rompe cualquier intento de ayuda en esas escuelas. En la Bazán, de 120 chicos que comienzan en primer año, solamente 10 o 15 son los que terminan el ciclo. “Si no abandonan, repiten miles de veces y se cambian a una nocturna; los asesinan o se suicidan, tienen hijos, hay que trabajar y ayudar en la familia. Diferentes realidades con algunos puntos en común: droga para aislarse de la realidad, ausencia del Estado, falta de afecto y contención e ignorancia”, remarcan los docentes.

Siempre está el mismo trasfondo social y económico: familias sin trabajo, familias que están desarmadas por un contexto del que no pueden salir. Y donde la mentira también es moneda corriente. No pocas veces las autoridades de las escuelas tienen que lidiar con las falsificaciones de los certificados analíticos, por lo cual cometen un fraude para pasar de año o hasta terminan el ciclo sin haberlo cumplimentado. Algunos alumnos, cuando se le preguntó por qué cometían esa irregularidad, respondían sin tapujos: “Un dirigente político que pasó en campaña por el barrio, nos prometió trabajo, pero nos exigió que terminemos como sea la escuela”. También están las falsificaciones de certificados médicos. Un humilde jugador de las inferiores de Patronato llevó varias certificaciones, en la que “el doctor Gregory House le otorgaba cinco días de reposo absoluto, tras haber estado con gripe”. Gregory House es el personaje ficticio de la serie Doctor House. El joven terminó disculpándose y como disculpa para no recibir sanción alguna de la escuela o del club, aceptó hacer trabajos comunitarios y pasantías en Salud Pública.

—¿Por qué hiciste esto que está mal? -le preguntó la rectora.
—Me equivoqué, es verdad. Pero en una provincia donde todos los de arriba roban o no hacen nada, lo mío no es tan grave al lado de lo que ellos hacen.
La autoridad educativa lo miró de arriba abajo, trató de contener la mueca de la sonrisa y le dijo que se fuera nomás, que tratara de no hacerlo de nuevo. De alguna manera, avaló la respuesta que le dio, porque tenía razón. Cuando el ejemplo no viene de arriba -con tanta corrupción estatal en los últimos años en Entre Ríos, dirigentes políticos millonarios con dineros públicos y una justicia cómplice que demora años en condenarlos-, es difícil que haya situaciones destacables en la población y más aún en los jóvenes. Y siempre es tarde a la hora de reaccionar; porque no alcanzan los discursos ni las promesas que nunca se cumplen.

Ha pasado no pocas veces en Paraná que algunos alumnos o alumnas de escuelas céntricas, que no pertenecían a familias importantes de la ciudad, que cometieron irregularidades administrativas o tuvieron problemas de conducta por adicciones, fueron automáticamente derivados a establecimientos barriales, de la periferia de Paraná. O sea, los rectores muchas veces se desligan del problema, los excluyen y estigmatizan. “Es como cuando una persona barre su casa y le tira la basura a su vecino”, dice Myrna, docente de una escuela barrial.

Obviamente, ninguna autoridad se mete con jóvenes de apellidos ilustres de la capital entrerriana. Ni por hechos en la escuela, ni por los cometidos en los viajes de estudio a Bariloche, más allá de ese absurdo artilugio que consignan a la hora de hacer un contrato, de que en esos periplos la escuela deja de tener toda responsabilidad sobre lo que pueda suceder con hechos que involucren a alumnos. Muchos de ellos contaban orgullosos, a su regreso, que habían consumido droga como nunca y que, en tales instancias, por “primera vez”, habían participado de orgías con compañeros de la escuela o de otros establecimientos de diferentes jurisdicciones.

El “no te metás” también aparecía en escuelas cercanas a Paraná. En la Normal Rural Almafuerte hubo un recordado episodio de compra, venta y consumo de drogas, que involucraba a ocho pibes. Nadie avanzó demasiado porque todos eran hijos de policías.

Los cortocircuitos entre docentes y autoridades, respecto del tema droga, se producen todo el tiempo. Algunos resultan insólitos. En una oportunidad, el titular de la Secretaría de Lucha contra las Adicciones de la provincia, Mario Elizalde, concurrió a una escuela de Colonia Avellaneda a dar una charla sobre secuelas de las drogas en los jóvenes, destinada a alumnos y profesores. No podía salir del asombro, cuando una docente levantó la mano y dijo: “Pero está bien que los chicos consuman; eso es un signo de libertad”. Elizalde no podía salir de su asombro. Lo saliente fue que ninguno de los presentes objetó nada. Ni docentes, ni autoridades.

(Más información en la edición gráfica número 1076 de la revista ANALISIS del jueves 19 de abril de 2018)

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