La Ley General del Ambiente, en casi dos décadas de vigencia, no ha sido útil para frenar los desastres ambientales en la Argentina. En esta columna se sostiene que la causa es que no establece como vinculante la consulta a la ciudadanía (“licencia social”). Los sectores del privilegio le tienen terror a esa idea: saben que cuando tienen que explicarle a la comunidad lo que quieren hacer, no hay modo de que avancen los proyectos que implican la destrucción del ambiente. Por eso mismo es necesario que ese mecanismo se plasme en una ley.
Américo Schvartzman
Todo parece indicar que la decisión del oficialismo es que la Ley de Humedales no se tratará en lo poco que queda del año legislativo. A pesar de que existe un texto consensuado, a pesar de que tuvo dictamen inicial tras cotejar y limar diferencias entre quince proyectos, a pesar del protagonismo de las organizaciones de la comunidad, que fue central para ese consenso. Y ese texto consensuado, de aprobarse, sería un gran avance en muchos sentidos.
Sin embargo, aunque el Congreso la aprobara en extraordinarias, aunque a los legisladores actuales les diera un repentino ataque de conciencia ambiental, esa ley no frenaría los desastres ambientales presentes ni futuros. Como no ha logrado frenarlos, en casi dos décadas de vigencia, La Ley General del Ambiente, que no ha sido útil para impedir la mayor parte de los conflictos socioambientales en la Argentina.
Ése es el aspecto en el que me quiero enfocar en esta columna y que es, a mi juicio, un déficit presente desde hace años en cada discusión sobre temáticas ambientales. Se trata de la forma en que la legislación sigue considerando la participación social en estos asuntos. En otras palabras, el rol que juega la comunidad en la autorización (o no) de cualquier proyecto que potencialmente afecte lo ambiental. Y aquí debo hacer un rodeo pequeño: esta cuestión se vincula con nuestra definición de democracia.
LA DECISIÓN SOBRE LO QUE ES DE TODOS
Hay distintas nociones de qué debemos entender por democracia. Para algunas personas, entre quienes me cuento, la idea profunda de democracia se define sencillamente: significa que el destino común debe ser resuelto en común. Es decir, que nadie puede decidir por nosotros sin nuestro consentimiento. Que nadie puede tomar medidas que afectarán nuestros intereses sin que participemos de esa decisión. Los mecanismos para lograrlo implican un amplio debate, pero creo que el principio está bastante claro.
(La nota completa en la edición 1117 de la revista ANALISIS del jueves 17 de diciembre de 2020)