¿Me van a matar, coronel?

--¿Me van a matar, coronel?

Le pregunté angustiado en los primeros días de abril de 1976, en medio del golpe, al gerente general de Petroquímica Mosconi, coronel ingeniero Pedro Villa, ante su anuncio de que me estaban investigando junto a dos excompañeras de la carrera de Antropología también vinculadas con la firma.

Acababan de secuestrar al exesposo de una de ellas, gerenta de Recursos Humanos, por ser miembro del Partido Revolucionario de los Trabajadores.

Nos investigaban porque la paranoia de la flamante dictadura incluía el temor de que se hubiera formado una célula terrorista en esa empresa estatal que dependía de YPF y Fabricaciones Militares.

Lo potenciaba el dato de que unos años antes la acción guerrillera de Taco Ralo fue protagonizada por exestudiantes de Antropología.

--¿Me van a matar, coronel?

--No creo. Pero por un tiempo no vengas por la empresa. Movete por lugares con mucha gente, fijate si te siguen. Yo te voy a informar cuando tenga novedades.

“¡No creo!” En ese instante sentí que estaba colgado de la punta del Obelisco por mi dedo meñique.

Hay una cuenta tenebrosa de víctimas trágicas del terrorismo de Estado. El resto, les que no perdimos la vida ni fuimos torturades en campos de concentración, es decir les mayoríes, vivimos también la larga noche de la dictadura.

Ser un sospechoso para la dictadura. En enero de 1976 me habían invitado a escribir los textos de la revista interna de Petroquímica General Mosconi, que tenía una impronta nacional y popular, reivindicando a los generales Mosconi y Salvio, a la cultura popular, a los pueblos originarios, a la Argentina industrial y a la integración latinoamericana.

Todo lo que el golpe vino a desarticular, a pesar de esos gerentes militares de vocación nacional.

Apenas comenzada mi relación, se cruzó el golpe. Eran, como dije, los primeros días de abril del '76 y, aunque yo estaba desinformado como todo el mundo, no tenía dudas de que se estaba ejecutando una cacería feroz.

No tenía vínculos con mis antiguos compañeros de la agrupación estudiantil maoísta, pero sí como colaborador del diario El Cronista, de Rafael Perrotta, en cuya redacción actuaban todas las variantes combativas del peronismo y la izquierda.

Y alcanzaba con leer la revista Cuestionario, de Rodolfo Terragno, para tener claro que estábamos en medio de una “guerra santa” (Ejército junto a la Iglesia) para “purificar con sangre el país”, como lo pidió en aquel momento el obispo Bonamín.

Me investigaban. ¿Qué hacer? ¿Afeitarme la barba? ¿Irme del país? La angustia y la confusión mezclaban en mi cabeza lo trivial con lo grave.

Si existía algún legajo mío, no tenía detenciones o antecedentes, y, como un fugaz militante de la izquierda estudiantil, fui decididamente irrelevante, cuestionando a veces las sentencias maoístas que recitaban algunes compañeres (por ejemplo, “el imperialismo es un gigante con pies de barro”).

Yo era, para el gusto de mis responsables de la agrupación, un pequeño burgués desorientado e irrecuperable para una militancia.

Iba por las aulas, convocaba y conseguía reunir algún número de simpatizantes para estudiar y discutir la realidad nacional y mundial, pero nuestros encuentros terminaban en entusiastas conversaciones sobre cine o libros antes que sumergirnos en el Qué hacer de Lenin.

No entusiasmaba a mis responsables de agrupación, que optaron por despedirme sin previo aviso.

Sí, fui despedido de una agrupación porque no daba el piné del militante.

Y lo confieso: yo era lo menos parecido a un héroe. En los días de Onganía me sumaba a las tomas de facultad y a las marchas contra la dictadura siguiendo mi conciencia, pero más habitado por el miedo a la represión que por el entusiasmo desafiante de un estudiante comprometido.

“Dar la vida por la Revolución”, como escuchaba tanto por esos días, era una exigencia que me superaba.

Pero el sólo pensar para tranquilizarme que, entonces, tal vez la dictadura no se ensañaría conmigo, terminaba por devolverme una imagen miserable.

Ciertamente, no supe qué hacer y volvía cada noche a mi casa escuchando sirenas policiales y temblando de pensar que vinieran a buscarme.

Pasaron unos meses y recibí una llamada telefónica del coronel:

--¿Cómo estás, Jorgito?

--Bien, coronel. ¿Su llamado significa que se terminó mi problema?

--Todavía no, quería saber cómo estabas. Ya te vamos a avisar.

¿Y cómo estaba yo? Preguntándome cuán sospechoso era a los ojos de los demás. Desde un primer momento, la dictadura invitaba a delatar vecinos. Había una suerte de biotipo del sospechoso: joven, barbudo, con hijos pequeños y con libros. Y yo encajaba.

A esta altura me había desprendido con dolor de muchos libros de autores de izquierda. El mayor trabajo destructivo lo tuve con una edición económica de dos tomos de El Capital, que no pasaba por la bandeja del incinerador y se resistió también a mi intento de quemarla (terminó chamuscada la bañadera, la sensación de peligro incierto disparaba conductas torpes y ridículas).

Una táctica central de la dictadura pasaba por instalar el terror en la población jugando a que aquí no pasa nada al mismo tiempo que los Falcon verdes con tipos trajeados y mostrando armas pesadas pasaban a gran velocidad, o se ejecutaban violentos allanamientos con grupos uniformados con tremendo armamento.

Es decir que el ciudadano común debía saber al mismo tiempo que aquí no pasa nada, que cualquier denuncia contra las autoridades es falsa, y que, si por ventura se le ocurre brindar alguna forma de solidaridad a enemigos del Proceso (militantes populares, activistas, universitarios, intelectuales) o simplemente aparece en la agenda telefónica de algunos de ellos, o siquiera pone en duda el hecho de que no pasa nada, entonces le espera lo peor.

En los meses siguientes, el diario El Cronista se vendió al grupo de la revista Mercado, fui parte del personal eyectado por los nuevos dueños, y algunos de mis colegas de entonces me invitaron a colaborar en el nuevo semanario Sucesos, financiado por el partido Intransigente y muy crítico de la dictadura.

Todavía conservo un ejemplar de aquella revista, que no alcanzó a llegar a los kioscos porque fue secuestrada por el gobierno militar.

Llegaban noticias de militantes conocidos que habían sido secuestrados, se llevaron a mi cuñado Jorge Watts, que estuvo meses desaparecido sufriendo torturas, y por publicaciones internacionales nos enteramos de que funcionaban campos de concentración.

Mi vida no corrió el peligro que me habían instalado.

Me pregunté cuánto llegó a percibir el ciudadano común de los crímenes de la dictadura, porque, aunque yo no era un activista o militante, siendo un periodista con una visión opuesta a las derechas, tampoco encajaba en el colectivo “ciudadano común”.

Creo que el ciudadano común entendió las instrucciones de los militares: era elegir entre el no saber lo que pasa o la vida.

La dictadura finalmente cayó sola, víctima de su propia y mortífera megalomanía. Como es notorio, sus amigos civiles siguen.

Autor: Jorge Halperín - Publicado: Página12

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