La pandemia, las elecciones y la desobediencia.
Por Antonio Tardelli (*)
Frente al inminente naufragio, hay quienes, como los concertistas del Titanic, permanecen fieles a su función hasta el final. Es la responsabilidad al extremo. Otros, en tanto, se dedican a indagar meticulosamente las razones de la catástrofe. Acaso ninguno de los dos temperamentos (uno más romántico, el otro más racional) sean absolutamente pertinentes. Ante la proximidad del desastre se vuelve justo y necesario encontrar salidas, analizar alternativas, hallar una solución. La urgencia es el condicionante principal. La verdad sea dicha: frente a las estadísticas de espanto, la delimitación de responsabilidades políticas aparece como un ejercicio secundario. No es prioridad.
Tendremos tiempo para ello. Es muy posible que al enfrentar la pandemia el gobierno nacional se haya equivocado en muchos aspectos y, más incluso, en la estrategia general.
Nos enfrentamos a una saturación del sistema sanitario luego de una cuarentena extensa instrumentada justamente para alistar el aparato del Estado a las respuestas que necesariamente iba a tener que entregar. Se procuraba evitar el punto en que debe decidirse a quién se asigna un respirador y a quién se condena a muerte.
Los plazos planteados por el propio gobierno no se han cumplido: no hubo un solo mes en el que el Poder Ejecutivo pudiera anunciar la llegada al país de la cantidad de vacunas prometidas para ese instante. La comunicación es confusa. Las acciones lucen erráticas.
Pero así y todo no parece éste un tiempo propicio para la especulación electoral: la dureza de los números vuelve irrelevante, por el momento, la asignación de culpas.
En ese terreno nada demasiado novedoso se podrá alegar: hace un año que el país no discute de otra cosa. La pandemia, extraordinario fenómeno social, económico y político, ocupa gran parte de la modesta deliberación pública.
Así que por el momento deberíamos conformarnos con algunas vaguedades: el gobierno habrá actuado un poco mejor o un poco peor que sus pares del mundo frente al problema inédito. En algunas instancias todas las administraciones del planeta parecieron correr juntas, chocándose, desplazándose a la vez sin sentido ni rumbo.
En ese escenario de confusión la impericia (un atributo harto frecuente en los gobiernos de la patria) podría ser disculpada.
Es posible también que en términos de imagen pública al gobierno del presidente Alberto Fernández le pese la inescrupulosidad de personas allegadas al poder que corrieron, como es público, a aplicarse la vacuna en el reino de la prebenda. La patria será “el otro” pero la vacuna es para mí.
Aún así, añadiendo inescrupulosidad a la impericia, no es tiempo de ver a quién se incinera sino el momento de hallar la estrategia ideal para que el virus se propague menos. Para que haya menos enfermedad y menos muerte.
En determinados sectores de la oposición asoma una evidente necesidad política de diferenciación. Se trata de una necesidad que no guarda proporción con la gravedad de la hora.
Es probable que sus debates internos (conviven en la oposición dialoguistas e intransigentes, gestores y espectadores) los duros se vean exigidos a forzar posiciones, pero ello no alcanzar a convertirse en un atenuante.
Tienen mucho de irreflexivas las manifestaciones que se autoconvocan en Olivos, o en cualquier esquina del país, aunque sea indiscutible el derecho ciudadano de protestar. Parecieron irracionales aún cuando se puedan compartir determinadas exigencias.
Es insólita esa protesta poco después de las (es verdad) antipáticas medidas adoptadas por un Presidente que, pobre de alternativas, recurre a la única fórmula (cerrar) que más o menos le funcionó.
La gente sale a la calle. Desobedece. Nada peor que eso para la autoridad. Los gobiernos pueden tolerar sin drama las críticas y a veces hasta las denuncias. Lo que no soportan, porque los deja a la intemperie, es la desobediencia.
Ocurren que los que protestan (saliendo a la calle para chocarse con el virus y para en la queja estimular su propagación) se terminan convirtiendo en la razón de lo que los indigna. Como en el poema de Sor Juana Inés de la Cruz.
(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS.