Mercado y Estado

Vacunación y privilegios

La vacunación en el exterior del ex presidente Macri, reactualiza la dicotomía mercado-Estado. El suceso presenta múltiples aristas.

Por Antonio Tardelli (*)

Durante los años noventa, cuando operaron en el país una serie de transformaciones sociales y económicas inspiradas en el pensamiento neoliberal, se establecieron al menos dos categorías de ciudadanos.

Se reservaba al Estado, en teoría, la atención de las necesidades de los pobres. El aparato estatal debía estar en condiciones de satisfacer sus aspiraciones en materia de salud (con el hospital público), educación (con la escuela pública) y seguridad (con las fuerzas policiales).

Dueños de una situación más desahogada, los sectores medios y altos podían resolver sus asuntos en otro lado: en el mercado. Por su mayor poder adquisitivo estaban en condiciones de solventar un colegio privado, una empresa de medicina prepaga y de ser necesario un servicio de seguridad privada.

El neoliberalismo -algunas de cuyas reformas sustanciales no han sido modificadas desde entonces- dividía en dos la sociedad. Para algunos, el mercado; para otros, el Estado.

Era una distribución injusta de por sí e inequitativa por sus efectos. No es que el mercado funcionara de manera ideal, o siquiera de forma eficiente, pero a la vez el Estado era en ese momento prolijamente desarticulado. Lo desguazaron y lo desfinanciaron. Sus servicios fueron tercerizados o privatizados.

Reactualiza esa dicotomía mercado-Estado, y sobre todo su obscena atribución de responsabilidades, el episodio de la vacunación en el exterior del ex presidente Mauricio Macri. El suceso presenta múltiples aristas.

Se ha caracterizado el hecho como una claudicación moral de Macri. Se lo ha mirado desde la perspectiva de su ética individual. Un ex Presidente, se alega, no puede aprovechar su ventajosa condición social para protegerse de una pandemia que aún atemoriza a la mayoría de sus conciudadanos. Por lo demás, en su momento el ex mandatario había asegurado que para vacunarse aguardaría que lo hiciera el último de sus compatriotas. El gobierno kirchnerista ha criticado severamente el proceder del ex mandatario.

Sus defensores, en cambio, lo ven de otro modo. Aseguran que no le birló a nadie el turno de vacunación (cosa que sí hicieron personajes cercanos al poder oficial) e incluso proponen que el vacunarse en el exterior supone liberar una dosis local. Eso favorece a sus compatriotas, argumentan. Y vacunarse afuera, acotan, acerca al resto de los argentinos a la denominada inmunidad de rebaño.

El debate se expande en varias direcciones adicionales.

Pero en todo caso es asombroso como la actual coyuntura mantiene intactas algunas de las divisiones establecidas en su momento. Para algunos, la posibilidad de vacunarse trasladándose hacia otro país; para otros, la obligación de esperar. De un lado se hallan los que por tener dinero cuentan con la posibilidad de elegir; del otro los que, por carecer de él, no tienen chance alguna.

Así las cosas, y sin negar su relevancia específica, el problema de la vacuna de Macri conduce a una discusión que excede el de la ética personal de cada quien. Es el problema, en todo caso, de lo que corresponde que haga un ex Presidente. Un ex Presidente que, por lo demás, fracasó en su intento de colocar a su país en la senda del progreso y el desarrollo.

El dilema más relevante es el de la ética colectiva. Es el problema de por qué los argentinos soportamos o toleramos tamaños niveles de desigualdad. La desigualdad, que viene desde lejos y se profundizó en el tiempo neoliberal, es monstruosa. Abismal. Inmensa.

El escándalo es, pues, la pregunta que el sistema político se niega a formularse y la sociedad civil sigue sin plantear en tono de exigencia: ¿cuánta desigualdad somos capaces de tolerar? ¿Cuánta injusticia? ¿Cuántos privilegios?

Frente a la magnitud del interrogante colectivo, colocado en la superficie por la actitud de los políticos o los conductores de televisión que viajan a Miami para vacunarse, el problema de los comportamientos individuales pierde interés.

Da la sensación de que son infinitos los niveles de desigualdad que la sociedad argentina está dispuesta a tolerar (“si puede, que se vacune donde quiera”, comentaron ciudadanos que aún esperan su dosis) al margen de algunas indignaciones de circunstancia que carecen de expresión en el sistema político. Parece infinita la cantidad de injusticia que estamos dispuestos a tolerar como infinita es la desigualdad de un país que, frente a una pandemia devastadora, clasifica a los seres humanos según y conforme puedan o no pagarse la vacuna que los protegerá.

(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS

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