El lugar imposible donde quedan Alberto y Cristina tras el destrato de Putin

Alberto Fernández

Alberto Fernández en videoconferencia con el presidente ruso, Vladimir Putin. Anuncio de la fabricación de la vacuna Sputnik en la Argentina. Fue el 7 de junio pasado.

Por Ernesto Tenembaum (*)

 

El 7 de junio, hace apenas 45 días, el presidente Alberto Fernández compartió una videoconferencia con el presidente ruso Vladimir Putin para anunciar la fabricación de la vacuna Sputnik en la Argentina. Pese a las ya evidentes demoras en la entrega de vacunas comprometidas por Rusia, ese día el Presidente fue especialmente cálido con Putin: “Los amigos se conocen en los momentos difíciles”, le dijo. Exactamente un mes después, la asesora presidencial Cecilia Nicolini amenazó por escrito a la Federación Rusa con romper públicamente los contratos: adeudaban 19 millones de dosis. El sábado, en el acto de lanzamiento de los candidatos del Frente de Todos, Fernández fue aún más categórico: “Escribimos una carta a un proveedor de vacunas que no cumple con sus compromisos. Y parece que la culpa es nuestra. Lo único que estamos haciendo es defendiendo los derechos de todos ustedes. Por favor: manden las vacunas que se comprometieron a mandar. Eso es lo que estamos haciendo”. El “amigo que se conoce en los momentos difíciles”, en pocas semanas, se había transformado en “un proveedor de vacunas que no cumple sus compromisos”.

Tal vez sea necesario realizar un breve recorrido por los hechos para entender el lugar hacia el cual Putin ha empujado a los máximos líderes del país. En diciembre del año pasado, la Argentina tomó una decisión muy audaz: aplicar masivamente una vacuna que, en el resto del mundo occidental, generaba escepticismo. Hasta ese momento, ningún país fuera de Rusia la había aprobado, ninguna revista internacional la había validado y, al día de hoy, no ha sido aprobada ni por los organismos de regulación europeos, ni por la Organización Mundial de la Salud. Los europeos sostienen que los datos que aportan los rusos no son suficientes. La OMS, en cambio, descubrió fallas de seguridad en una de las plantas de fabricación.

Como contrapartida del gesto argentino, Rusia se comprometió a entregar 20 millones de vacunas entre enero y febrero de este año. Así lo anunció textualmente Alberto Fernández en diciembre porque eso decían los contratos. Tanta confianza había en el gobierno argentino que, a mediados de enero, la ministra de Salud se atrevió a plantear un dilema. “Ahora tenemos que discutir si conviene aplicar una dosis a veinte millones de personas o dos a diez millones”. Sin embargo, entre enero y febrero, Rusia envió apenas algunas cientos de miles de vacunas. Al día de hoy, las dosis de Sputnik aplicadas en la Argentina son diez millones: en siete meses entregaron la mitad de lo comprometido en los primeros dos.

Es difícil calcular la magnitud de los efectos humanos de esos incumplimientos. Pero, ciertamente, hay manera de acercarse a ellos. Desde el 1° de abril, fallecieron 50 mil personas en la Argentina. De haberse aplicado 20 millones de vacunas en febrero, como prometió Rusia, ¿cuántas de esas muertes se podrían haber evitado? Si Putin no hubiera prometido lo imposible, tal vez la Argentina se habría exigido al máximo para encontrar alternativas.

Pero la historia no termina allí. Como las primeras vacunas que se aplicaron fueron, efectivamente, las Sputnik, se destinaron a la población de riesgo. Solo dos millones de personas de ese grupo pudieron recibir la vacunación completa. Los países del mundo se apuran en estas semanas para aplicar a su población la vacunación completa antes de la llegada de la variante Delta. Si Rusia hubiera cumplido, la Argentina estaría tranquila al respecto. Pero eso, una vez más, no ocurrió.

La actitud de Rusia no obedece solamente a la decisión de priorizar a su población. La verdad es que Vladimir Putin discriminó a la Argentina frente a otros países. Por ejemplo, Hungría, un país con solo 10 millones de habitantes, tiene al sesenta por ciento de su población vacunada con dos dosis de Sputnik. O sea: con apenas el 20 por ciento de la población argentina, recibió tres veces más de segundas dosis.

En todo este periplo, es evidente que la Argentina, pese a aquel audaz gesto inicial, que afortunadamente tuvo buenos resultados, no ha sido una prioridad para Rusia. Como dice Nicolini en su mail: se podía entender que hubiera demoras en las primeras semanas; siete meses después no hay justificación posible. Rusia se comprometió a cumplir cosas que no podía o no quería y la estrategia de vacunación argentina resultó dañada por esa imposibilidad.

Pero tal vez no sea solo culpa de Putin. Una traición es una relación entre dos partes: el traidor y el traicionado. Al primero se le puede atribuir una conducta moralmente cuestionable. Al segundo, como mínimo, un diagnóstico errado. ¿Cómo es que el Presidente se proclamaba amigo de Putin solo un mes antes de que Nicolini escribiera su mail donde amenazaba con la ruptura de contratos? ¿No eran evidentes, para entonces, las demoras y sus efectos? ¿Por qué se confió tanto, a lo largo de tantos meses, en alguien que todo el tiempo dio evidencias de lo que iba a hacer?

En el mismo discurso de presentación de candidatos, Alberto Fernández también intentó desacreditar a quienes sostienen que detrás de esta conducta hubo un trasfondo geopolítico. Tendrá que hacer un gran esfuerzo para poder defender ese argumento. La verdad es que desde hace muchos años, la vicepresidenta Cristina Kirchner viene planteando la necesidad de que la Argentina se recueste sobre potencias alternativas a los Estados Unidos, entre ellas la Federación Rusa.

Por mencionar solo un ejemplo entre decenas: en abril de 2016, Cristina Kirchner concedió una entrevista a Telesur, el canal estatal venezolano. Allí habló, precisamente, de geopolítica. “Estados Unidos pudo haber visto que en la región estaba ingresando la República Popular China, estaba ingresando la Federación Rusa y que esto podía ser objeto de disputa en una región que es uno de los acuíferos más importantes del mundo, reserva de minerales de los más importantes del mundo, reserva energética de las más importantes del mundo: Venezuela, nuestra propia Vaca Muerta. Somos la gran productora de alimentos y materias primas del mundo. Somos una región estratégica para el desarrollo y el mantenimiento del primer país potencia hoy en el mundo. Se está rediseñando el mapa geopolítico del mundo”. Esa mirada se expresó el día de la asunción de Alberto Fernández: mientras el presidente recibía a enviados norteamericanos, la vice se encontraba con representantes rusos y chinos.

El 24 de marzo de este año, Cristina volvió a referirse a la geopolítica, esta vez vinculada a la gestión de las vacunas. Eran los tiempos en los que el embajador ruso hacía la “V” peronista y los funcionarios locales aplaudían con fervor. “¿Quién diría que las únicas vacunas con las que contamos hoy son vacunas rusas y chinas? –se preguntó Cristina– Qué cosa, ¿no? Qué cosa porque toda la vida decían que nosotros estábamos cerrados al mundo. Mi madre. Más allá de la excelente gestión que han tenido funcionarias como Cecilia Nicolini, creo que a nadie se le escapa que fue precisamente la articulación de una Argentina con una visión multilateralista de la política exterior, pudimos contar con las vacunas que nos vendió la Federación Rusa y nos está vendiendo la República Popular China”.

La aplicación de esa mirada geopolítica “multilateral” a la gestión de las vacunas fue ciertamente particular. Mientras en el Congreso se trababan los acuerdos con Pfizer por una cuestión de “autoestima nacional”, como lo definió Máximo Kirchner, se aceleraba en cambio el acercamiento con Rusia. Cristina denunciaba a los Estados Unidos por su vínculo con la dictadura y en el mismo párrafo elogiaba los gestos de Rusia y China. Durante largos meses, la Argentina toleró una situación anómala: podía anunciar con precisión la cantidad de vacunas que llegarían de Sinopharm o de AstraZeneca, cuando empezaron a llegar. Con Rusia era distinto: “Esta semana mandamos un avión a Moscú. Veremos lo que mandan los rusos”, era la frase repetida. Ese nivel de dependencia, al parecer, no afectaba la autoestima nacional ni colocaba al país como “juguete de las circunstancias”.

El final de la historia no es feliz. La gestión de las vacunas quedó atrapada en un laberinto donde la Argentina quedó a merced de los caprichos de una potencia extranjera. Desde el principio, esa potencia estableció sus condiciones: los datos que entregaba y los que ocultaba, las partidas que enviaba, las prioridades que establecía. El enfoque de la “multilateralidad” puede funcionar siempre y cuando sea, realmente, “multilateral”. Si en lugar de eso consiste en cambiar una dependencia por otra, lo que se logra es exactamente eso: cambiar una dependencia por otra. Entonces, el dueño de las vacunas, hace lo que quiere. Y ante los reclamos, simplemente, se encoge de hombros.

 

(*) Esta columna de Opinión fue publicada en el portal Infobae.

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