Control de precios. (Foto ilustrativa: Télam)
Por Antonio Tardelli (*)
A posteriori y de manera extraoficial, usando para ello la prensa que de manera más orgánica se identifica con sus políticas, el gobierno justifica en los provechosos balances de las tres más grandes empresas argentinas del rubro alimenticio su promocionado y controvertido congelamiento de precios.
El argumento es que las empresas recuperaron, incluso en el duro primer año de la pandemia, utilidades que habían perdido durante la experiencia de gobierno de Cambiemos. Los apuntados son los grupos Pérez Companc, Ledesma y Arcor.
Se los acusa de acaparar los beneficios de la incipiente recuperación económica del país. Y que lo hacen incrementando sus precios. Molinos reportó ganancias por más de 1.700 millones de pesos en 2020. Arcor informó utilidades de 1.200 millones. Entre junio del año pasado y mayo de 2001, Ledesma acumuló renta por 5.200 millones de pesos.
La sola mención de actores empresarios vuelve extraordinaria la situación. Las empresas –sus directivos, sus alianzas y sus vínculos con una política a la que regularmente financian– no asoman a la discusión colectiva sino en casos excepcionales. Pero los problemas del gobierno, derrotado en las elecciones y con múltiples problemas de gestión, lo obligan a forzar, como respuesta, esa aparición de los empresarios en el escenario público.
El gobierno recupera un estilo, un tic, un modo de hacer: identificar, por fuera de sus estructuras y de sus relaciones, a los supuestos enemigos del pueblo. Recupera así un ejercicio al que únicamente se entrega en circunstancias extraordinarias, como si la voracidad empresaria no fuera la lógica y permanente manifestación de un sistema económico montado no sobre las nociones de solidaridad y de justicia sino sobre las del lucro supuestamente benefactor.
¿Qué ocurre con los balances de esas empresas en tiempos que no son de emergencia para la política?
En esos casos la política no se entromete en tales asuntos: si puede navegar en aguas tranquilas, concede. Tolera. Esas mismas exorbitantes tasas de ganancia son permitidas sin que medie escándalo alguno. La política se detiene en ellas cuando todas las miradas sociales apuntan a su impericia para gobernar.
Es notable también cómo la necesidad política conduce por una vez a poner con nombre y apellido, con nombres propios, los términos de la permanente tensión que hay o debiera haber entre política y empresarios.
Ese contrapunto prácticamente había desaparecido con la gestión de Cambiemos, cuando se identificaba el interés de las empresas con el interés nacional, en una suerte de reproducción berreta de aquello instalado en algún momento en el gran país del norte: “Lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos”.
En los períodos conservadores, o abiertamente neoliberales, el interés de las empresas es identificado con el interés del conjunto. Pero también durante los gobiernos reformistas las empresas gozan de cierto anonimato que les permite desarrollar sus negocios, muchas veces dependiente del lobby. En ese caso asocian a los gobiernos en sus éxitos.
Ahora asoman por necesidad. Por la necesidad gubernamental de repartir culpas, de socializar responsabilidades. Para que la ciudadanía reparta sus ojos al momento de pensar en los culpables de una situación económica que incrementa la pobreza, potencia el desánimo y demora las soluciones.
La política le pone nombres propios –el nombre de poderosos hombres de negocios– a la crisis. No hay que alarmarse. Pasará tan rápido como los gobiernos puedan reafirmar su autoridad y recuperar su legitimidad.
En ese momento, la política volverá a ser la de siempre, y unos y otros podrán convivir sin denuncias espectaculares, difusiones inconvenientes ni inoportunas peleas de circunstancia.
(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS