Caso Ilarraz: Iglesia y doble moral

L. M. S.
especial para ANÁLISIS DIGITAL

Debe aclararse que estas cuestiones que enfocan la mirada en los malos hábitos de ciertos hombres consagrados de la Iglesia Católica que incluso han llegado a alcanzar altas jerarquías mientras abusaban sexualmente de niños, lejos están de ser novedosas y se producen en todo el mundo. La justicia de los Estados Unidos -por ejemplo- ha condenado a las autoridades eclesiásticas a erogar sumas millonarias luego de enfrentar acciones penales donde se revelaron hechos aberrantes. El Papa Francisco no titubeó en aceptar la renuncia del obispo de Kansas City (Misourí), Roberto Finn, “por haber encubierto a un sacerdote pedófilo”, según anunció el Vaticano. Este prelado fue declarado culpable en 2012 por un juez estadounidense, “por no haber denunciado a un sacerdote pedófilo”, el padre Shawn Ratigan, imputado de pedofilia y posesión de imágenes de pornografía infantil. ¿Cómo se tipifica en nuestros códigos el silencio cómplice ante semejantes desviaciones en perjuicio de menores?

Para desgracia de la iglesia de Paraná, estas cuestiones salen a la luz durante el pontificado de un Papa argentino que recela del “jarabe de pico” para hacer lo que se debe y en tiempo perentorio, en defensa de las víctimas y como advertencia para quienes se escudan en una sotana o se aprovechan de una posición de poder y hasta de comodidad para cometer hechos repudiables. Al jefe de los católicos del mundo le genera gran irritación la presencia del “cristiano corrupto”, sea laico, sacerdote u obispo, que se aprovecha de la situación de sus privilegios.

Cuando Jorge Bergoglio, el Pontífice del Fin del Mundo, convierte en acciones concretas lo que sus antecesores proclamaban, hace que la advertencia “en la Iglesia no hay lugar para pedófilos”, tenga un correlato firme y terminante en los procedimientos que no sólo se despojan de los abusadores, sino que además le da cuenta a los jueces para ser juzgados.

Juan Pablo II proclamó en 2002 que “no hay sitio en el sacerdocio o en la vida religiosa para los que dañen a los jóvenes” y Benedicto XVI reflexionó que el flagelo de la pederastía no sólo afecta a la Iglesia católica sino a toda la sociedad y propició “reconocer el sufrimiento infligido a las víctimas y los honestos esfuerzos para garantizar la seguridad de nuestros niños y tratar de manera transparente las denuncias que pudieran surgir”.

¡Cuidado con el que escandaliza a un niño!, dijo Jesucristo, en tanto en el Evangelio (Lucas 9,46,50) se cita lo que les dijo a sus discípulos: “El que recibe a este niño en mi nombre, a mí me recibe y el que me reciba a mí recibe a Aquél que me ha enviado”. ¿Ilarraz y Moya nunca escucharon de sus formadores en el Seminario estos preceptos tan claros y contundentes del Mesías cuando les hablaba a sus apóstoles?

A raíz del caso de Marcelino Moya –dos de cuyas presuntas víctimas ya se presentaron en tribunales a contar su verdad-, es obvio que se ponen a prueba los reflejos de la jerarquía para encaminar una investigación, sin olvidar la presunción de inocencia que consagran las leyes.

Simultáneamente surgieron declaraciones del arzobispo de Paraná, monseñor Juan Alberto Puíggari, en las que hizo suya la frase “en la Iglesia no hay lugar para pedófilos”, poniéndose en sintonía con el ocupante del Trono de Pedro. Pero vale recordarle que tampoco hay lugar para los prelados que protegen a los pedófilos con su silencio cómplice. Negar los detalles del “caso Ilarraz” -cuyas atrocidades sexuales se cometieron en cercanías de los aposentos de los superiores del instituto de formación sacerdotal- es crudamente ofensivo para una sociedad absorta y azorada.

El párroco de San Benito, Leonardo Tobal, sin pelos en la lengua reprobó el silencio de la Iglesia y el encubrimiento del actual cardenal Estanislao Karlic por haber eludido darle cuenta a la justicia sobre estos actos y además, sacar al culpable de la diócesis para que prosiguiera con su ministerio en Tucumán. Pero además Tobar censuró el voto “ofensivo” del vocal del Superior Tribunal, Daniel Carubia, quien dijo que las víctimas de Ilarraz sólo persiguen el resarcimiento. El hecho de que las inocentes víctimas hayan sido obligadas a guardar silencio bajo amenazas y archivar las actuaciones internas bajo siete llaves, sitúa a los responsables en las antípodas de la doctrina trasmitida por el enviado de Dios hace 20 siglos.

Que Puíggari se muestre molesto por la repercusión mediática que tuvieron las denuncias contra los dos mencionados curas de la diócesis acusados de pedofilia, no suena bien ante una sociedad que reclama el derecho a informarse. Más bien es la propia sociedad la que se siente molesta por los hechos ocultados deliberadamente, incluso apareció una carta que le fuera enviada de puño y letra del actual arzobispo al Administrador y Prefecto en 1993, donde le dice que “no teníamos ni idea de que había pasado algo”. ¿A qué “algo” aludía? (Si hacía referencia a los abusos está claro que al escribir la misiva ya había tomado conocimiento de ellos y sin embargo no alentó denuncia penal alguna). ¿Cuáles fueron las “dificultades” consignadas en el texto epistolar? ¿Cómo no saber lo que pasó y que las víctimas fueron interrogadas bajo presión y se encomendó un procedimiento del Derecho Canónico? Puíggari no era un convidado de piedra en el seminario sino una figura muy importante.

Aún en el hipotético y bastante improbable caso de su poco conocimiento de entonces, Puíggari tiene hoy frente a sí todos los pormenores de aquellos actos y por lo tanto, lejos de incomodarse con la prensa, debería valorar que a través de ella pudo enterarse vasta y minuciosamente de semejantes ofensas a la moral y la dignidad de chicos confiados por sus familias para la formación sacerdotal. Parece que lo que más sobresalta no es la torcida conducta de un pervertido sexual sino que ello haya sido revelado ante la opinión pública por el periodismo (hace unas semanas Francisco echó a un obispo pedófilo y lo primero que hizo el Vaticano fue informarlo a todo el mundo).

El ex obispo auxiliar de monseñor Karlic, se ha atrevido a reclamarle a la justicia la cuestión de la mediatización. “Para garantizar la justicia creo que hay que evitar las presiones mediáticas”, dijo, añadiendo que “cuando hay mucha presión mediática es difícil que se pueda hablar con objetividad”. Y como broche advirtió que “la justicia tiene que actuar con toda firmeza, con todo vigor, con toda rigidez, pero en un ámbito de silencio. No todo el mundo tiene que estar entendiendo porque hay tanta confusión, en primer lugar. En segundo lugar, porque se hace sufrir a mucha gente inocente”.

Con todo respeto a la investidura del arzobispo, decimos que el sufrimiento imperecedero de las inocentes víctimas de Ilarraz no fue causado por los periodistas, sino por el silencio imperdonable de quienes decidieron ocultar todo mientras futuros sacerdotes abandonaban su carrera cargando el peso de aberraciones nunca imaginadas dentro de las paredes de un instituto formador de la Iglesia. Baste una simple reflexión: si la revista ANALISIS no hubiera publicado los episodios ocurridos tres décadas atrás, nadie se hubiera percatado jamás de ello y los encubridores vivirían muy tranquilos con sus conciencias. ¿Podría suponerse que otros hechos hayan sucedido y permanecen en secreto?

La declaración difundida por el Arzobispado el 20 de abril pasado referida a la causa judicial, fue una muestra de hipocresía donde se repudian los hechos que permanecieron en un premeditado Top Secret por tanto tiempo y se menciona la “disposición de acompañar a las víctimas y a sus familias, quienes cuentan con nuestra oración y la de la comunidad así como comprensión y afecto”.

Como dice Leonardo Tobar: “La caridad, el arrepentimiento, todo es válido. Pero para que haya absolución en una confesión, tiene que haber reparación, tiene que haber restitución (…) no se construye caridad sobre la injusticia y esta frase es medular”. Este es el clamor de una grey muy dolida pero también esperanzada.

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