Todo por amor

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Historia de la vida y de la militancia de Silvia Bianchi, asesinada a tiros en Córdoba, embarazada de nueve meses

Juan Cruz Varela

Silvia Bianchi tenía 23 años cuando las balas de la dictadura hicieron añicos su sueño de amor, de madre, de militante. Ella y su esposo Raúl Milito fueron asesinados a tiros por una patota del Ejército que no le tuvo contemplaciones a pesar de que llevaba un embarazo de nueve meses en su vientre. Había nacido en un paraje a unos 40 kilómetros de Paraná, se recibió de psicóloga en Rosario y murió en Córdoba, adonde se había ido siguiendo a su marido a pesar de que este le había prohibido que lo haga por lo que peligroso que podía resultar. A 30 años del inicio de la más larga noche de la historia argentina, ANALISIS reconstruye la breve pero intensa vida una joven vivió apasionada y murió enamorada.

Silvia Ester Bianchi era la tercera de cuatro hijos de Ana María Fontana y Samuel Aureliano Bianchi. Llegó al mundo a las 23.55 del 30 de abril de 1953, un día antes de lo que todos esperaban. Niña precoz, aprendió a caminar cuando sólo tenía nueve meses y fue alumna ejemplar de su padre en la Escuela Número 86 “Del Rosario”, en Carmona, un paraje de campo entre La Picada y María Grande, una zona de inmigrantes principalmente franceses e italianos. Allí, su padre había levantado desde el primer ladrillo hasta el último de los árboles de una pequeña escuelita de campo hasta que después de 28 años la familia decidió trasladarse a Paraná. En la capital provincial finalizó sus estudios primarios e inició la secundaria en el Instituto Cristo Redentor, donde siempre se destacaba por su responsabilidad, solidaridad y las buenas notas con las que cada tres meses enorgullecía a sus padres; y donde comenzó a interpretar y practicar su fe por la que años más tarde se ganaría el apodo de La Cristiana dentro de la organización Montoneros.

Temprano en su vida se inició en la militancia a través de los primeros cursos de cristiandad de mujeres que dictaba la Acción Católica, en los que se generaban jornadas de discusión y debate de ideas respecto de cómo debía vivirse el cristianismo, pero que luego fueron mutando en discusiones de fuerte contenido político e ideológico y que la fueron llevando a iniciar la militancia política activa. “En segundo año, Silvia comenzó a interesarse por la problemática social, por las dificultades del prójimo y tratar de ver cómo llevar a la práctica las cuestiones necesarias para una transformación social”, recuerda Ana María Jaureguiberry, que fuera compañera de escuela y amiga de la adolescencia, aunque aclara que “en realidad, esa era una característica de la juventud de esa época, preguntar, cuestionar, criticar para a partir de ahí, elaborar propuestas”, algo que ratifica la docente Julia Tizzoni, quien recuerda que “aquel fue un período en el que la gran inquietud de los adolescentes era estudiar. Si hay algo que no había en el aula era indiferencia. Había cuestionamientos, acuerdos, pero dar clase era todo un desafío y eso nos ayudaba a los docentes a crecer”.

Precisamente la adolescencia de Silvia estuvo marcada por un gran compromiso cristiano en el que “la religión no estaba vista como una simple declaración, sino que la teología era un compromiso concreto. No era simplemente cuestión de estudiar y leer la Biblia, sino que había un compromiso con la realidad. Las chicas iban a la escuela y después iban a un barrio, a una cárcel o a una parroquia, de manera que llevaban adelante un compromiso real y profundo con la gente, buscando la modificación de lo que ellas creían que tenía que ser la sociedad”, recuerda Tizzoni, que en ese momento era una docente de Literatura recién recibida, en un período en el que la educación estaba bajo una profunda revisión pedagógica puesto que se estaba dejando de lado el sistema bancario en el que el docente era el que enseñaba y bajaba los conocimientos a sus alumnos, por uno en el que se daba un ida y vuelta con los alumnos, logrando una retroalimentación en la que tanto el docente como el estudiante tenían cosas que aportar y que aprender.

“Silvia era extremadamente responsable para la edad que tenía, porque se responsabilizaba de sí, pero también del grupo. No quería que sus compañeras sufrieran atrasos. Tal es así que cuando había mesas de exámenes, la casa se llenaba de muchachas a las que les explicaba para que pudieran salir adelante”, evoca su madre, a la que todo el mundo conoce como Doña Mari. Al respecto, su docente agrega que “en ese marco, era muy modesta pero muy eficaz. Estaba siempre como sosteniendo el grupo y a veces tenía la impronta de imponerse. Era una persona que tenía carácter, no era una chica que pudiera ser manejada, tenía mucha personalidad, era muy carismática y tenía mucha ternura, es decir que sabía combinar perfectamente la fuerza y la ternura, no sólo con sus compañeras y su familia, sino también con los docentes”. En ese entonces Silvia también colaboraba en los grupos de la parroquia San Francisco de Borja, que adhería al movimiento de sacerdotes del tercer mundo.

Silvia terminó sus estudios secundarios con un promedio de 9,89 y fue abanderada del colegio. Entonces decidió que su vocación sería estudiar Psicología, para lo cual se mudó a la ciudad de Rosario. A la par de una carrera brillante -se recibió pero no pudo retirar el título porque ya estaba clandestina-, realizaba trabajos en la cárcel, donde ayudó a un muchacho que estaba condenado por homicidio a recibirse de abogado; colaboraba con un grupo de monjas francesas en el barrio San Francisquito, uno de los más pobres de Rosario, enseñándoles a los chicos para que pudieran progresar en la escuela; y también había conseguido una beca para trabajar en el comedor universitario. Hasta que entre el estudio, el trabajo social y otras andanzas, conoció a un muchacho que la atrajo en el mismo instante en que lo vio. Raúl Milito era de esas personas a las que uno podía escuchar durante horas sin perder por un segundo el hilo, por la brillantez de su discurso y la claridad de su análisis político. En ese mismo momento se propuso conquistarlo, y aunque no parecía una misión sencilla, ella repetía permanentemente a sus compañeras que lo lograría. “Ya van a ver que lo voy a pescar”, repetía una y otra vez. Hasta que un día, en una asamblea en la Facultad de Psicología, ella se le acercó, le dijo que quería hablarle, lo invitó a tomar un café y comenzó el romance. “Parecía como que fueran almas gemelas, que se hubieran estado buscando”, se emociona Doña Mari. En tanto, Hugo Milito, hermano de Raúl y cuñado de Silvia, asegura: “Yo nunca ví una relación de tanto amor. Él había estado seis o siete años de novio con una compañera que hoy está desaparecida, Ana María Ciancio. Pero con Silvia era de locos, uno veía que había un amor muy profundo. Raúl era un tipo muy humano, pero entre ellos tenían como un juego machista de que a él le gustaba que ella lo atendiera y a ella le gustaba atenderlo. Pero siempre estaban pendientes de la seguridad el uno del otro”.

Raúl Milito había ingresado a la Facultad de Arquitectura en 1967, después de rendir libre el quinto año. Militó en varios movimientos de estudiantes, siempre dentro de vertientes provenientes del cristianismo, hasta la conformación del Peronismo de Base (PB). Poco a poco fue transformándose en uno de los referentes más importantes del movimiento universitario peronista hasta su incorporación a la Juventud Peronista de la línea Montoneros y la conformación de la Juventud Universitaria Peronista (JUP). Eran épocas de gran efervescencia política y de grandes enfrentamientos, sobre todo con los referentes de la derecha.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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