Una máquina para matar a Rosas

Edición: 
878
Aniversario

Guillermo Alberto Alfieri (Especial para ANALISIS)

Sin tregua y con horror

Rosas asumió el poder en Buenos Aires en 1829. En las secuencias previas naufragó la aspiración de Bernardino Rivadavia de ser proclamado presidente permanente, Manuel Dorrego fue fusilado por orden de Juan Galo Lavalle y las potencias imperiales bregaban por el predominio en el Río de la Plata y su decisivo puerto.
La lucha de intereses de todo tipo se exteriorizaba en la diplomacia, los campos de batalla y el terror compartido. La violencia imperaba, con casos paradigmáticos. Francisco Narciso Laprida, el del Congreso que declaró la independencia, fue muerto y desaparecido en Mendoza. El caudillo riojano Juan Facundo Quiroga cayó en emboscada mortífera en un paraje de Córdoba.
Cuando el chasqui le informó el suceso de Barranca Yaco, Rosas escribió: “Ya lo verán ahora. El sacudimiento será espantoso y la sangre argentina correrá en porciones”. La réplica de los liberales exiliados en la Banda Oriental del Uruguay consistió en difundir la consigna cargada de religiosa amenaza: “Es reacción santa matar a Rosas”.
El llamado Restaurador por sus partidarios contaba con la plebiscitada suma del poder público bonaerense. La expectativa opositora de derrocar a Rosas hacía pie en el bloqueo naval ejercido por Francia y por la vigencia del Ejército comandado por Lavalle. Sin embargo esa posibilidad se difumaría.

Del bloqueo al acuerdo

En 1840 la monarquía gala guardó la ferretería bélica y pactó con el gobierno de Buenos Aires retirarse de la zona caliente de encontronazos. El asedio de las fuerzas de Lavalle se desalentó por el acuerdo, reconocido por los apellidos de los firmantes, Arana-Mackan, y celebrado con júbilo popular y represión mazorquera, calificado con “terror punzó” por los refugiados en Montevideo.
En el tramado de los hechos de la historia no faltaron las intrigas, traiciones y declinaciones que parecen un legado inextinguible. Aunque también existieron muestras de valentía y coherencia como las de Lavalle, que rechazó ofertas de amnistía, dinero francés y continuidad de la carrera militar en París. Prefirió sostener su aventura, marchar hacia el Norte, pelear hasta caer el 9 de octubre de 1841 en Jujuy, con la sombra de la muerte de Dorrego y el incumplido deseo de vencer a Rosas.
Por el contrario, con el lema Viva la Santa Federación, Mueran los Salvajes Unitarios el poder rosista quedó consolidado. Si bien era cierto que Justo José de Urquiza se aprestaba a asumir su primer mandato de gobernador de Entre Ríos no se vislumbraba el proceso que culminaría el 3 de febrero de 1852, en Monte Caseros.

La conjura

Existía un antecedente de querer asesinar a Rosas por método no convencional. Fue cuando persona anónima introdujo un pastel envenenado en la residencia de Palermo y un perro pagó con su vida la glotonería.
Los conjurados, entre los que se destacaba el cordobés José Rivera Indarte, se toparon con la oportunidad de no desistir del intento que cuajó por la combinación de lo imprevisto, la gestión de espías, el abuso de confianza y conocimientos de mecánica.
Ocurrió que la Sociedad de Anticuarios, con sede en Copenhague (Dinamarca) quiso agradecer a Rosas su respaldo a la investigación de numismática en el Río de la Plata. A ese fin le remitió una caja de fina madera, de 60 centímetros de largo por 30 de ancho, repleta de monedas europeas. El recipiente hizo escala en Montevideo, depositado en el Ministerio de Relaciones Exteriores, en el que trabajaban unitarios de la primera hora.
La chance encendió la imaginación. La caja y la llave guardada en un sobre lacrado fueron sustraídas de la cancillería uruguaya y repuesta días después con el contenido alterado. Las medallas se reemplazaron con cañones de pistolas cargadas a bala, con la boca hacia los bordes, dos resortes de percusión, goznes, gatillos y fulminantes.
Así dispuestas las partes, la máquina atacaría de manera automática al destinatario del obsequio que cruzó el Atlántico. El 27 de marzo de 1841 un comedido e inocente emisario entregó el paquete que de mano en mano quedó en las de Manuelita Rosas. Al día siguiente el dueño de casa, padre complaciente, autorizó que la damita descubriera el contenido.

Falla y apoteosis

Manuelita extrajo la llave del sobre lacrado, la introdujo en la cerradura y la giró. La tapa se abrió un poco, con escape de un sonido seco, como de metal quebrado. Una testigo accidental entrevió tubos sospechosos. El temor apresuró los pasos hasta el aposento en el que Rosas se preparaba para atender asuntos de Estado.
Apenas escuchó el agitado relato, tomó la caja, la arrojó sobre la cama y empujó a su hija y a la amiga hacia la puerta de la habitación. La cubierta del recipiente saltó por el aire, las balas permanecieron quietas, sin causar daño.
Desazón de los enemigos, razón para apostrofarlos en actos de repudio, con desfiles y misas de agradecido rezo porque Rosas eludió a la muerte. Apoteosis para el gobernador que se suponía inexpugnable. Once años más tarde inició el viaje a Inglaterra, donde falleció el 14 de marzo de 1877, a los 84 años de edad.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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