Antonio Tardelli
Las cosas se van disimulando hasta que una chispa despliega la realidad a raudales.
Las imágenes del conflicto social reaparecieron en la Argentina.
No tiene nada de original. Siempre será así, aunque a veces las formas no alcancen dimensiones tan impactantes, requisito que parece reclamar una política ganada por la lógica del espectáculo. Pero el conflicto es la esencia de la vida en sociedad.
La demanda de los policías, imprevisto que desató la tormenta, expresó, como los hechos que le siguieron, la recurrente dificultad de los actores para resolver sus conflictos de un modo civilizado.
La cultura del enfrenamiento, toda una adicción, superó a todas las otras alternativas. La pretensión de imponer se elevó por sobre la tramitación sensata de la mediación política.
El inicio, que terminó siendo lo menos lamentable, fue desagradable. El poder específico de los policías, que portan un arma para defender a la sociedad, fue puesto al servicio de una exigencia sectorial, inaceptable por el componente de extorsión que contenía. La acción de los uniformados pretendió usar en su provecho la desprotección social.
El cuadro, además de complejo, es descorazonador.
La insubordinación de los uniformados evoca horrores argentinos. La escena de ciudadanos más o menos pobres saqueando comercios habla a su vez de una sociedad que no tramita adecuadamente sus controversias.
Rechazar los saqueos no es glorificar la propiedad. Es comprender que no constituyen un procedimiento revolucionario ni socialista ni nada por el estilo. Casi siempre, frente a acciones de esta naturaleza, los defensores de la propiedad se atrincheran y se arman como se atrincheraron y se armaron, literalmente, los comerciantes de muchas ciudades argentinas atemorizados ante el avance de la turba.
(Más información en la edición 998 de ANALISIS del 19 de diciembre de 2013)