La justicia y los jueces, en la mira

Edición: 
1130
Anticipo del libro Poderosos, entre la justicia y la política

“Poderosos, entre la justicia y la política” (editorial Galerna) es el nuevo libro de Lucía Salinas y Lourdes Marchese, periodistas especializadas en temas judiciales, que cuenta la historia de 13 jueces, en su mayoría de los tribunales de Comodoro Py y ya fuera del cargo, en su relación con política. Una relación de conveniencia y convivencia que comenzó en los 90 durante el gobierno de Carlos Menem y que se extiende hasta hoy. En esta edición, parte del capítulo “Norberto Oyarbide, el juez del champán”, sobre el magistrado entrerriano, nacido en Concepción del Uruguay.

Se paró en la puerta del juzgado, captando la atención de todo su equipo de trabajo, al que conocía hacía muy poco. Con la elegancia y la gestualidad que lo caracterizaban, dijo: “Hoy a las cinco de la tarde no quiero que haya nadie en el juzgado porque voy a hacer un procedimiento”. Norberto Oyarbide estaba a cargo en simultáneo de otro despacho vacante tras la suspensión de Carlos Branca, cuyas irregularidades en su desempeño lo condujeron a perder el cargo y a prisión. Ante aquella advertencia, todos asintieron, creyendo que debía tratarse de un procedimiento inherente al cargo. Minutos después comenzó un ritual inesperado, nunca visto en Comodoro Py.

 

A la hora estipulada llegó al despacho acompañado de una chica joven y un hombre de contextura pequeña y calvo, proveniente de Filipinas, que no hablaba castellano. El magistrado saludó a su secretario y le dijo: “Él (por el filipino) nos va a indicar lo que haremos. Usted síganos”. En ese instante el hombre sacó un libro de su morral y entró en todos los despachos haciendo ademanes extraños con sus manos. Se dirigía a cada esquina, pronunciaba una oración incomprensible y arrojaba arroz para después, sobre las bibliotecas del juzgado, dejar pequeñas bolsas con más arroz. Los pocos presentes miraban estupefactos.

En un momento, Oyarbide le pidió a su secretario que revisara el pasillo, para asegurarse de que nadie supiera del ritual que se estaba llevando a cabo. Debían trasladarse a la otra secretaría, cerciorándose de que nadie los viese. Cuando pudo confirmarlo, dieron esos pocos pasos entre una secretaría y otra, con cautela pero con celeridad, mientras el filipino marcaba el recorrido con granos de arroz y pronunciaba oraciones incomprensibles para Oyarbide. El procedimiento se repitió en la otra oficina. Una vez finalizado, el juez se justificó: “Este juzgado estaba cargado de muy malas energías. Ahora vamos a trabajar mejor.” Acto seguido se retiró del lugar junto con las dos personas con las que había llegado.

Quienes conocieron a Oyarbide cuentan que era muy creyente (de hecho, años más tarde se haría devoto de la virgen de Salta), pero también era cabulero.

Aquella escena inauguró su llegada a Comodoro Py y sería tan solo la primera de una seguidilla de innumerables anécdotas para alguien nada habitual para el fuero. Norberto Oyarbide ingresó a la justicia como meritorio, lo que se conoce en la jerga judicial como “pinche”, en un juzgado de instrucción a cargo del entonces juez Roberto Calandra, en la década del 70. El magistrado era su profesor en la facultad de derecho y lo llevó a trabajar con él. Ya desde esas funciones inició su relación con los entonces “hombres de la noche de Buenos Aires”, los exespías de la SIDE Raúl Martins y Carlos Perciavalle. 

El periodista Daniel Santoro, autor del libro Sr. juez, cuenta que Oyarbide llegó a ser el padrino de bautismo del hijo de Perciavalle, pese a que negaba conocerlo ante los medios. Sus contactos con los servicios de inteligencia le permitieron ser nombrado, primero, fiscal auxiliar en el fuero criminal y correccional en 1980 y, luego de cuatro años, pasó a ocupar una secretaría.

 

Finalmente, años más tarde, llegó a juez federal.

 

A principios de 1994, el secretario Legal y Técnico de la presidencia de Menem Carlos Corach recibió un pedido del abogado y hermano del titular de la Secretaría de Inteligencia, Hugo Anzorreguy, para nombrar a Oyarbide como juez federal, ya que el presidente había aumentado la cantidad de juzgados federales de seis a doce y necesitaban candidatos. La decisión, deliberada, tenía una finalidad clara: manejar el fuero que debía investigar la corrupción.

Según recuerda Daniel Santoro, en aquel entonces Corach aceptó conocer a Oyarbide, pero no le agradó la percepción que tuvo de él, por lo que ese pedido quedó en suspenso hasta que una llamada de la Secretaría de Inteligencia le confirmó que ese hombre extravagante y de mediana estatura era el candidato. Así fue como, el 2 de junio de 1994, con la mayoría menemista en el Senado, se aprobó su pliego para ocupar el juzgado federal 5, que dejaba Martín Irurzun, ascendido a la Cámara Federal Porteña. A la ceremonia de juramento del flamante magistrado asistieron altos jefes de la Policía Federal y de las fuerzas armadas. Eso inspiró una sospecha: entre el poder político y él no había diferencia alguna, eran parte de la misma ecuación.

“Norbertito”, como lo conocían en su círculo más privado, fue un juez bastante solitario. No se llevaba con sus colegas. Si bien pertenecía a la familia judicial, venía del fuero ordinario, donde las cosas eran diferentes. Refieren quienes lo trataron que lo suyo era “una mezcla de desprecio hacia sus colegas y de individualismo”.
Si alguien abría las puertas de los tribunales, ese era él, una persona madrugadora y, si se tenía que quedar fuera de hora, lo hacía sin problema. Solía ser de esos magistrados que siempre estaban y que se preocupaba por su equipo de trabajo. Hombre de rutinas y de un extremo cuidado sobre su aspecto, lo primero que hacía al despertar era practicar algún deporte, ducharse, arreglarse y salir rumbo al trabajo con su maletín. Todas las mañanas, al llegar a los Tribunales, subía el ascensor hasta el tercer piso y se dirigía hacia su despacho donde lo esperaba su secretaria. Siempre acompañado por sus custodios, a quienes él mismo catalogaba como “la guardia pretoriana”. Ellos lo escoltaban a todos lados, incluso cuando salía del despacho para ir al baño. “Era un hombre muy temeroso”, afirman. Pero eso no le impedía entablar cualquier tipo de conversación con quien sea. “Hablaba con todos, incluso con los detenidos, de quienes se ocupaba expresamente”, sostiene alguien que trabajó en su despacho. Recuerda que cuando iba a la cárcel a ver a los presos, lo primero que hacía era preguntarles si
estaban bien o si les hacía falta algo y les dejaba su número de teléfono por si acaso. “Era muy atento y se ponía en la piel de sus imputados”. También solía ser afable con el periodismo: recibía a todos aquellos que iban a golpear a su puerta en busca de información.

Al ingresar a su juzgado, donde todo estaba impoluto porque era obsesivo de la limpieza, organizaba la reunión con sus secretarios para ponerlos al tanto de cómo sería la jornada laboral. La cita era a las ocho de la mañana. Los esperaba con un café y chocolates.

Aquel momento era interrumpido cuando comenzaba la ronda de preguntas, porque le gustaba que le contaran algún que otro chiste. “Era muy agradable en el trato y se reía con cada broma”. Pero nunca los tuteó y no le gustaba que entre los empleados del juzgado se llamaran con sobrenombres. La formalidad imperaba.

 

Pasado el mediodía, cerca de la una, salía a almorzar. Un plato se repetía: lomo con morrones y ajo, siempre acompañado de un buen champán. No se lo veía regresar antes de las tres. Por las tardes alternaba la justicia con otra actividad: se iba a un sauna del centro de la ciudad, Colmegna, donde solía descansar un rato.

 

Nicolás Wiñazki, que por entonces hacía notas en la sección ciudad de Clarín, decidió ir para escribir sobre aquel juez que empezaba a llamar la atención. Ahí se encontró con esta escena: “Oyarbide en bata, en la esquina de una gran pileta de mármol, sentado en una mesa con botellas de champán con hielo y sus custodios observando el movimiento. Afuera estacionado aguardaba el auto oficial con más custodios”. A esa primera imagen se sumó una anécdota. En un momento, en un hall central donde había bastante gente, apareció Oyarbide envuelto en la bata. Estupefacto ante la gran pantalla de televisión en la que se hablaba sobre él, eligió hacerse el desentendido y contar todo tipo de anécdotas para que la atención se centrara en el Oyarbide que él quería mostrar, no el de la pantalla. “En un momento el periodista que hablaba refiere a una denuncia o algo negativo del juez y uno de los presentes le dice: ‘Te van a escribir un libro a vos’. Con total displicencia le contestó: ‘Que escriban lo que quieran. Vamos a tomar champán’”.

Cuando la actividad obligaba a trabajar después de hora, solía invitar a todo su personal a cenar en Mirasol, en Puerto Madero, de donde también era habitué. “No le gustaba cenar solo. Por eso siempre invitaba gente y pagaba todo él, con tal de no terminar en soledad la jornada laboral”, rememora un participante de aquellas
comidas que se extendían pasada la medianoche.

 

Sus empleados, que lo describen como “un caballero puertas adentro”, destacan cuánto disfrutaba agasajarlos. Los viernes solía comprar empanadas y, además, solía regalares cosas usadas. O si le obsequiaban una prenda o algún objeto que a él no le gustaba, inmediatamente lo llevaba al juzgado para repartir entre los empleados. Con las mujeres tenía un trato preferencial, solía llevarles flores todos los 21 de septiembre y los 8 de marzo por la celebración del Día de la Mujer. En el Federal 5 era muy querido por este tipo de gestos. A esas acciones se sumaban las celebraciones de fin de año, que organizaba en su despacho. “Esas fechas eran una fiesta”, recuerda un empleado del juzgado. Un funcionario judicial rememora que en una de las primeras cenas de fin de año de los doce jueces, el magistrado llegó con galera, esmoquin y bastón, lo que le valió los incansables chistes y comentarios de sus colegas, pero a él poco le importaban aquellas humoradas. Si de algo estaba orgulloso, era de su estilo, de su impronta.

 

A la hora de la firma, sobre su escritorio se apilaban los expedientes. Oyarbide, de estatura baja (media 1,60), se ponía de pie frente a la pila y comenzaba a firmar. “No era un hombre muy formado, aceptaba las sugerencias de sus secretarios y nunca ponía trabas”, asegura alguien que trabajó a su lado. En otros despachos,
la descripción es más cruel: “Fue parte de los jueces que, de juristas, no tenían nada”. Antes de retirarse llamaba a los secretarios para preguntarles si iban a necesitar algo antes de su partida. En una ocasión, un secretario de otro juzgado que él estaba subrogando fue a llevarle la firma. Oyarbide se quedó mirándolo hasta que le preguntó: “¿Usted se ofende si yo le interpreto la firma para ver cómo es su personalidad?”. Sorprendido por aquella oferta, el joven accedió y el magistrado comenzó a explayarse con conceptos para nada jurídicos, recuerdan en los pasillos de Tribunales.

Su oficina era la perfecta descripción de su imagen. Solía usar joyas y trajes a medida de Donna Karan, Hugo Boss y Kenzo. El juzgado federal 5 pasó por varios estilos, pero siempre primó el rococó. Tenía cortinados de color azul, que tiempo después cambió por rojo para hacer juego con la alfombra, sillones muy noventosos, y sillas de madera estilo francés, tapizadas en bordó. Su asiento, a diferencia de los demás, parecía un trono, una decisión para nada casual.

Desconfiado y temeroso, la puerta estaba blindada por seguridad y tenía cámaras tanto en la oficina como en la mesa de entradas del juzgado, algo que le valió varias quejas de los letrados, porque muchas veces, si algo no le gustaba o los empleados no podían responder, interrumpía con su voz, como si hablara desde el más allá, con un megáfono. Entre las bibliotecas dispuestas en su despacho, tenía pequeñas pantallas para observar todo lo que pasaba a su alrededor.

 

En un lugar privilegiado conservaba el retrato de su madre, Isidora del Carmen Portillo, la Morocha, mujer fervientemente católica que ejerció una influencia significativa sobre el juez hasta que murió. Años más tarde, cuando se hizo devoto, algunos cuadros de la Virgen del Valle de Salta, cruces y una Biblia completaban el despacho. Hay quienes dicen que, cada 11 (un número significativo para él desde el 2001) de mes, por las tardes, invitaba a todo aquel que quisiera a rezar juntos el rosario. Fuera de su oficina principal, pidió colocar un felpudo y también una maceta con una planta. Nada extraño, salvo que por entonces, cuentan quienes conocen aquellos pasillos, había cierta rencilla entre Oyarbide y el juez Rodolfo Canicoba Corral, quien, haciendo de las suyas, cuando salía de su juzgado, caminaba hasta llegar al macetero y, a modo de chiste, le orinaba la planta.

Pero esa fiesta en la que vivía mientras se codeaba con el poder no duraría demasiado. El primer revés lo sufrió por Domingo Cavallo, que lo incluyó entre los jueces de la famosa servilleta de Corach y que lo acusó de estar apadrinado por la Policía Federal.

 

(La nota completa en la edición gráfica número 1130 de la revista ANALISIS del viernes 27 de mayo de 2022)

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