La cábala de los dinosaurios

La revuelta popular chilena y la reforma constitucional.

Voy a anotar todo esto porque después vendrá el futuro y el olvido, vendrán los libros de historia y todo nos parecerá un sueño, algo que pasó a lo lejos, acaso un cuento. Por eso consigno estos apuntes, estas imágenes sueltas, estos pedazos que sirven para completar un puzzle que no sabe que será tal.

Ahí van.

Piñera sin mascarilla, sin corbata. La gente que le grita que renuncie, Piñera que lame la estampilla. Los gritos o chillidos del señor vestido de Santa Claus que lleva escudo facial y mascarilla y le cuelgan medallas y recuerdos. Los rostros de quienes salen de votar: felices, esperanzados, asustados. Los que recuerdan el 88. Los que recuerdan a sus padres y amigos y hermanos y muestran el lápiz. El hombre que llega a votar a caballo y vestido con un sombrero de charro. El hombre que lleva a su mujer en triciclo a votar. Más rostros felices. Más lápices azules. 

Padres que llevan a sus hijos, hijas que acompañan a sus padres ancianos, hijos que recuerdan que sus padres no podían llevarlos a votar en dictadura. Familias que se encuentran en este paréntesis del toque de queda. La sensación pasajera de que la ciudad vive de nuevo, de que el virus no existe y que la votación es la promesa del fin de la pandemia. Leo Rey y su máscara de Mortal Kombat: Kun Leo, publicó The Clinic.

El dinosaurio azul que una reportera de CHV encuentra afuera de un local. Es el primero de varios. La reportera lo acompaña. El dinosaurio se llama Jorge y compró el traje por Ali Express. El traje se infla solo. La periodista lo acompaña, entran al local, suben tres pisos, encuentran la mesa de votación. El dinosaurio le muestra su rostro a los vocales y luego entra en la urna. Vemos la cabeza del disfraz sobresalir. “Minuto clave para que el dinosaurio vote”, dice la pantalla. “Dinosaurio logra votar”, leemos después.

Vocales que no llegaron. Vocales que llegaron borrachos. Vocales que llegaron con Covid. El color rojo de la tarde del sábado: los arreboles naranjas sobre Santiago, otra luz inesperada que atraviesa el aire vacío de la silueta ausente de Baquedano y su caballo. A sus espaldas hay un guanaco oscuro apostado en la rotonda de Plaza Dignidad. Alrededor han pintado los edificios para tapar los rayados: una pintura gruesa cuyas capas se exhiben como un palimpsesto antes que una limpieza. Ahí, los graffitis y rayados son fósiles atrapados en las paredes, existen como una huella invisible que reconocemos bajo el gris o el café horribles que les pusieron encima, laten como el recuerdo de los muertos, los heridos, la violencia policial y las multitudes ausentes. Ahí, los dibujos y stickers de ojos de las víctimas brillan en los intersticios donde no alcanzan a ser tapados, siguen mirando y recordándonos el horror. 

Las últimas horas del sábado. Las urnas selladas. Los sellos sobre sellos. La paranoia. Las cifras de participación en las tres comunas: el mapa de la desigualdad de siempre presentado como dejavú, como un cepo chileno. El sueño intranquilo de la madrugada. La sensación de incertidumbre, de agitación, de derrota previa. La incertidumbre de la mañana del domingo. Los locales vacíos: patios de liceo, salas de clases, pasillos de estadios, salones donde la luz del mediodía parece colarse como una forma de la tristeza o el frío. La tensa calma. Los llamados a votar. La desesperanza a la chilena, como una forma de resignación, como estoicismo no exento de humor. La tarde que se desliza de modo lento. Las mesas que vuelven a llenarse de votantes. La cuenta regresiva para el cierre de la segunda jornada. Más dinosaurios: esta vez una mujer que recuerda el estallido, un hombre que vota en Maipú. 

La luz que se va. El frío de nuevo. El cierre de las mesas en Punta Arenas. El conteo. El primer nombre que un vocal lee en un voto: Natividad Llanquileo. La cadena nacional de los canales siguiendo esa primera mesa. Todo resulta extraño y cómico. Al vocal se le caen los votos, no sabe dónde dejarlos, se equivoca al leer los apellidos, los periodistas le completan los nombres. Luego comienza la lectura en el resto del país. Nadie entiende mucho. Nadie explica las cifras bien. Los gráficos confunden. Las escenografías en 3D son tan grandilocuentes como ridículas: más salones vacíos. Ahí, las imágenes in situ del recuento nos devuelven a la realidad, que está viva. La monja en Valparaíso. La muchacha que grita “¡Hola, mamá!” mientras grita los votos. El rostro de Hija de Perra en la polera de una vocal en Campus Oriente. 

Luego el conteo se acelera en todos los frentes. La velocidad. La explicación de las correcciones por paridad. Los expertos que parecen saber qué diablos está pasando, pero que en verdad están perdidos, perplejos. Las sorpresas. La celebración sin multitudes, a solas o en los comandos, las calles que siguen vacías. El F5 constante de las estadísticas en el Servel. El F5 como neurosis, como obsesión, como modo de ordenar las informaciones cruzadas, de pillar tendencias. Todos los analistas que se equivocaron. El mapa político de Chile que cambia en dos horas. Los independientes. La catástrofe de la derecha. Todos los candidatos del mundo de farándula que perdieron (fue hermoso, otra broma que terminó mal). El silencio en las redes. La Moneda y la imagen funeraria de Piñera en el patio con sus ministros, todos apesadumbrados, iluminados por focos que los hacían ver más grises, los rostros llenos de pesadumbre tapados por las mascarillas, los ojos hundidos y llorosos. 

El final del día, de los dos días. Los dinosaurios como una cábala extraña, tan inverosímil como feliz. La sonrisa al llegar a la medianoche, la sonrisa de hoy. El recuerdo de los arreboles. La sensación de que por un rato la historia de Chile no podía ser entendida como un reality o un matinal, que dejó de ser un show o un selfie y que había que volver a leerla como un relato lleno de paradojas y vacilaciones, de símbolos y tragedias pero también como algo construido con valentía, memoria y asombro.

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