José Luis Cabezas, Fernando Báez Sosa y la excitación de las bestias

Dolor. La marcha en Recoleta para pedir justicia por el asesinato de Fernando. “Estoy muerta en vida, pero mi hijo me da fuerzas”, dijo la madre.

Dolor. La marcha en Recoleta para pedir justicia por el asesinato de Fernando. “Estoy muerta en vida, pero mi hijo me da fuerzas”, dijo la madre.

Por Miguel Wiñazki (*)

 

Fue un día como hoy, el 25 de enero de 1997, que una patota secuestró, ejecutó e incineró en Pinamar a José Luis Cabezas. Esta semana, otra pandilla apaleó hasta la muerte a Fernando Báez Sosa en Villa Gesell.

Los padres de José lo lloraron hasta morirse llorando, como lloran hoy los padres de Fernando. Espectrales, con sus hijos masacrados por dos bandas: la que liquidó a José Luis, una cruza de policías y barrabravas del fútbol, y la que asesinó a Fernando, unos rugbiers perdidos en su arrogancia, sin alma, indulgentes y celebratorios de su propio salvajismo.

Una misma atmósfera maligna que no se va une a los dos homicidios, allí, tan cerca del mar y del corazón de las tinieblas.

Nos encontramos mirando sendos crímenes en dos mañanas de enero con más de veinte años de diferencia y una constatación que azuza la congoja: hay algo muy profundo y nefasto que no cambia ni sana; que no resolvemos ni diagnosticamos.

La luz de dos amaneceres fúnebres dejó dos cadáveres a la intemperie, con destino de víctimas emblemáticas de una sociedad que, cada tanto, despierta con tragedias que irrumpen desde un submundo de violencia que estalla como un volcán.

El asesinato de Cabezas y el de Fernando exhiben la fuerza vigente de las bestias, el deseo de matar, la venia y el pacto de muchos para destrozar a uno solo e indefenso. Los muertos eran honestos, trabajadores, esperanzados y con un futuro merecido.

Muchas veces, demasiadas, los honestos están condenados a la indefensión. Hay que cuidar a los honestos, incluir a los honestos, defender a los honestos. Un país no puede ser un asesinato de la honestidad.

A los honestos hay que cuidarlos y a los deshonestos juzgarlos como corresponde.

Los inocentes no suelen prever la ronda de malvados que necesitan atacar como los parásitos a la sangre.

La sangre no miente. Atestigua el crimen. Uno de los agresores de Fernando, Lucas Pertossi, habría enunciado a través de un audio que se filtró, su mirada sobre el episodio que protagonizó con sus garras: “Salimos a divertirnos y la vida nos jugó una mala pasada”.

No fue una jugarreta de la vida, no fue una carambola. Fueron ellos.

¿Cuál sería la diversión de patear cabezas? Eso no es “una mala pasada”. Los asesinos lo mataron.

Las patotas atraviesan la sociedad. Están en todas partes. No hay que minimizar la ferocidad potencial ni la cobardía grupal de los que salen a guerrear en tantas noches y madrugadas, de los que se enardecen más cuando sus víctimas están en el piso, ya reducidas, para rematarlas en esa excitación babeante y alarmante. Es ahí cuando más castigan.

¿Qué es esto? ¿Qué significa ese encono que aumenta cuanto más vulnerable es el castigado por la pandilla? El embate con los pies como armas a repetición se acelera, asciende hasta la cara de la víctima. Los ojos desorbitados de los agresores se abren para matar mejor, más, y más, y más patadas, y más aún. Hasta lograrlo. Hasta el golpe del final, traicionero, embriagado de violencia de furor idiota.

La saña homicida existe. También la solidaridad bien entendida y sin instrumentación política, como la de la chica que dio todo lo que pudo, con su tan tenaz RCP para salvar a Fernando. No lo logró, pero alumbra un camino moral.

El Señor de Las Moscas, de William Golding, es una de las mejores novelas escritas en el siglo XX. Es un grupo de muchachos británicos educadísimos que en un viaje escolar tras un accidente de avión caen en una isla desierta. Todos saben jugar el rugby. Solos, perdidos y lejanos, empiezan a luchar entre sí. Algunos comienzan a adorar a un monstruo rodeado de Moscas, El Señor de las Moscas. Cuelgan una cabeza de cerdo en una pica y danzan en torno suyo, como si fuera un Dios. Pero es un demonio. Los adoradores del Señor de las Moscas atacan al resto. Quieren matar. Hay buenos y hay malos en esa historia. Todos pierden. Hay muertes. Finalmente, le destruyen la cabeza a Piggy, el más frágil, el que usa anteojos, es gordito y tiene asma, el que ignora la maldad. Le arrojan una piedra que le parte el cráneo y Piggy se desmorona en silencio.

Hay alguien que luchó todo el tiempo por sostener la moral. Es Ralph. Llora por Piggy, por él mismo y por todos. Resiste siempre.

Pero las moscas del Señor de las Moscas, no se van.

 

(*) Este artículo de opinión fue publicado en el diario Clarín.

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