Cuando Alberto Fernández es un presidente y cuando es menos que un presidente

Por Ernesto Tenembaum (*)

 

En la terapia intensiva de uno de los hospitales públicos de la Ciudad de Buenos Aires no podían creer lo que estaba pasando. Hace una semana, tenían cuatro internados por coronavirus. El viernes, ya eran veintiuno. “No entendemos nada. Pero esto parece peor que cualquier cosa que hayamos vivido”. Los reportes que cada día recibe Claudio Belocopitt, uno de los empresarios más poderosos de la salud privada en el país, iban en el mismo sentido. A fines de diciembre, se hacían 100 tests por día y solo diez daban positivo, contra los 700 test y 350 contagios de los peores días. Eso daba tranquilidad. A principios de enero empezaron a crecer los positivos y los requerimientos de testeo. Los diez positivos se transformaron en 40. “Si esto no para, se viene una ola que nos va a llevar puestos a todos”, decía Belocopitt. Esos mismos datos llegaban a los principales gobiernos del país. Todo estaba enloqueciendo: la cantidad de llamadas de consultas, de internaciones, de positivos.

En marzo de este año, cuando una situación similar sorprendió al mundo, el presidente Alberto Fernández lideró la situación de una manera ejemplar. Convocó a los líderes territoriales de todo el país, sin distinguir a propios de extraños, consultó a los científicos más destacados y convocó a la población a encerrarse en sus casas mientras el Estado preparaba el sistema de salud para enfrentar la catástrofe que se venía. Esos movimientos tuvieron resultados concretos. Por un lado, se realizó una movilización monumental de recursos humanos y materiales, para que no sucedieran aquí los episodios dantescos que ocurrían en los hospitales de Europa y de otros países de la región. Por el otro, los índices de aprobación de Fernández escalaron a niveles inéditos. Ni Néstor Kirchner en su mejor momento había logrado tanto consenso.

Aquellas imágenes del comienzo de la pandemia contrastan con las de estos días. Ante la inminencia de un nuevo desafío, hubo apenas una conferencia de prensa del jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, y de la viceministra de Salud, Carla Vizzotti. El argumento oficial sostiene que fue así porque serán las provincias las que decidan la implementación de las nuevas medidas restrictivas. Pero, ¿acaso no funciona de esa manera desde mayo? Y, sin embargo, una y otra vez, el Presidente se comunicaba con la población a través de conferencias de prensa, en las que desarrollaba largas explicaciones sobre la estrategia argentina, rodeado de los principales dirigentes de la democracia. Aquellas puestas en escena, no dejaban dudas de la relevancia del asunto en cuestión. ¿Y la de ahora? ¿Pasa algo serio o no? Si fuera así, el Gobierno debería comunicarlo con la entidad que merece. De lo contrario, la vida seguirá como si nada.

“Estoy gobernando lo desconocido”, dijo el Presidente a principios de noviembre. Es así, realmente. En este caso, los dilemas que le plantea “lo desconocido” son varios. El primero de ellos es una cuestión de autoridad. ¿Tiene sentido dar una orden cuando hay indicios de que será resistida por los niveles intermedios de la política, por los empresarios de los sectores afectados, por los ciudadanos? El segundo es económico. El ministro de Economía, Martín Guzmán, dijo claramente que no hay dinero para asistir a los sectores que sean perjudicados por nuevas medidas restrictivas. Cada peso que sobra, tarde o temprano encuentra su cauce hacia el dólar y eso presionaría sobre las reservas, la brecha cambiaria y la posibilidad de evitar una devaluación. Parece no haber matices: o se preserva la salud y se acentúa la tragedia social, o se abandona a su suerte a los contagiados para proteger puestos de trabajo. Nadie quisiera estar en los zapatos de Fernández, que es, al fin y al cabo, quien debe definir cómo navegar en esta tormenta interminable.

Parte de estos problemas fueron autogenerados. Las relaciones entre Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta no son lo que eran en marzo. Eso ocurrió porque el gobierno nacional decidió poner en marcha una política destinada a cortar de plano la proyección política del jefe porteño. Fernández dinamitó los puentes en medio de la crisis policial bonaerense, cuando anunció que le recortaría fondos significativos a la ciudad de Buenos Aires. Ese gesto había sido anticipado por múltiples provocaciones que provenían del kirchnerismo más duro. Mientras Fernández acordaba con Larreta, se publicaban mapas donde se acusaba a la Capital de ser un foco de contagio, los intendentes k insultaban a Larreta, Cristina twiteaba contra él. Fernández resistió lo que pudo. Se sacó fotos con Larreta para frenar algunas de esas ofensivas. Hasta que dejó de resistir y empezó con eso de la opulencia porteña, de la culpa que siente por el tema.

Fue, claramente, una decisión de confrontar por motivos diferentes a los que se argumentaron. No se trataba de analizar serenamente la plata que recibe cada distrito para encarar un proceso acordado y progresivo de redistribución desde los más beneficiados hacia los más castigados. Al contrario, era un zarpazo: se le quitaba a la ciudad de Larreta para darle a la provincia de Kicillof. De allí se derivaron conflictos que abarcaron desde la actuación de la policía porteña en el velorio de Diego Maradona, mientras se toleraban graves abusos de fuerzas policiales de provincias gobernadas por el peronismo, hasta la decisión de no compartir los datos confidenciales de la vacuna Sputnik con el ministro de Salud porteño, Fernán Quiroz.

El clima había cambiado. La foto de marzo ahora no se puede repetir. Se privilegiaron otras cosas, antes que el desafío sanitario. Si el Gobierno hace eso, ¿cómo quedará su autoridad para pedirle a la población que haga lo contrario?

El segundo elemento que cambió desde marzo es que el Gobierno se volvió menos sólido, más errático, en la defensa de su política respecto de la pandemia. Con sus pros y sus contras, durante cuatro o cinco meses, el Presidente lideró una corriente de opinión donde el cuidado de la salud estaba primero que cualquier otra cosa. A partir de octubre, hubo una especie de rendición. El acto del 17 de octubre, por ejemplo, no fue más seguro, en términos sanitarios, que aquellos que organizaba, hasta unas semanas antes, la oposición cacerolera.

El velorio de Diego Armando Maradona, organizado por el Gobierno, o los festejos callejeros por la legalización del aborto, impulsada por el Gobierno, fueron momentos muy reveladores de cómo habían cambiado las cosas. El esfuerzo ya había terminado. La Argentina se comportaba como el Brasil de Bolsonaro o los Estados Unidos de Donald Trump, como si el virus ya no existiera, con una diferencia, apenas, discursiva. Lo único que no había era clases en las escuelas. ¿Cómo volver a colocar ahora el genio dentro de la lámpara?

Esto que le ocurre a Fernández es un drama que afecta a todos los líderes del mundo. Angela Merkel o Boris Johnson no la están pasando mejor. El virus se comporta de una manera endemoniada. Por momentos se retira y da la impresión de que el desafío está terminado. Entonces, vuelve la política tradicional y la vida se relaja. Cuando esto ocurre, ataca violentamente de nuevo. Es como si pensara, como si tuviera una estrategia racional. Nadie alcanza a entender por qué se retira en un momento y vuelve en el otro. ¿Es el calor del verano? ¿Y entonces por qué Brasil está batiendo records de muertes? ¿Es la inmunidad de rebaño la que lo aleja? ¿Y entonces por qué vuelve? Todas las teorías quedan en ridículo y la extensión del desafío hace que los líderes se cansen, tanto como la población. El último ejemplo es el israelí. Hace una semana, celebraba que era la población más vacunada del mundo. Ahora se encierra ante el crecimiento exponencial de los contagiados. Nadie sabe qué hacer.

Pero, si en medio de la niebla, Alberto Fernández necesita una referencia de qué es lo que pide la población, tal vez tenga a volver a esos momentos en los que era tan reconocido. Ante una amenaza impensada, un presidente dialogaba con los que pensaban distinto, priorizaba lo importante, se corría de peleas menores, estaba sereno, presente y con temple. Ahora, ese mismo presidente, acumula rencillas: con el gobierno de la Ciudad, con los periodistas que necesitan psiquiatras, con la Corte, con las empresas de telecomunicación y de medicina prepaga, con el sector agropecuario. Cuando gobernaba aquel presidente, el Índice de Confianza en el Gobierno era el más alto de los últimos veinte años. Mientras gobierna éste, el mismo índice, medido por las mismas personas, es más bajo que el de Cristina Kirchner, cuando fue derrotada por Mauricio Macri, y que el de Mauricio Macri, cuando fue derrotado por Alberto Fernández.

¿Por qué la gente hace aquello que no le conviene? ¿Por cansancio? ¿Porque una cosa era una simulación y no se puede mantener durante mucho tiempo? ¿Porque los Presidentes son seres humanos y tienen, como todos, sus mejores y peores momentos? En cualquiera de esos casos, si lo que viene es tan dramático como parece, la realidad le impondrá a Fernández nuevos y tremendos desafíos. Al Fernández que decida ser Fernández.

 

(*) Esta columna de Opinión de Ernesto Tenembaum fue publicada originalmente en el portal de Infobae.

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