El análisis respecto a las medidas preventivas respecto a la pandemia.
Por Rogelio Alaníz (*)
Si la segunda ola del virus se presenta como una nueva declaración de guerra contra la pandemia, sería oportuno advertir que no se cumpla el principio que fatalmente se cumple en toda guerra: sacrificar la verdad. Por lo pronto, lo que el gobierno debe saber es que no dispondrá de un cheque en blanco para hacer lo que se le ocurra o lo que le convenga a su interés de facción. Ni la oposición política ni la sociedad están dispuestos a otorgárselo, más allá de que algunos voceros oficialistas, particularmente de provincia de Buenos Aires, no disimulan su regodeo por el agravamiento de la situación porque siguen creyendo con devoción de fanáticos que el coronavirus es un excelente pretexto para disciplinar la sociedad y conculcar libertades, una aspiración sugestivamente coincidente con el proyecto siempre añorado de la comunidad organizada sobre la base de una sociedad sumisa, atemorizada y dependiente del compañero conductor o la compañera jefa. Sobre estos temas no se han disimulado opiniones.
Desde considerar al coronavirus como la manifestación providencial del perverso neoliberalismo, hasta atribuirle la condición de portador de metas redencionistas, algo así como el abnegado y lúcido forjador del “hombre nuevo” liberado del egoísmo y la ambición y resignado a una vida recoleta alejada de los pecados del consumismo. ¿Cómo en Formosa? Como en Formosa, transformada en La Meca de nuestros populistas criollos, la anticipación jubilosa de un orden deseable para toda la Argentina.
Repasemos algunas certezas y compartamos algunas dudas. El coronavirus existe y hay que tomar medidas para combatirlo. Los límites son también visibles: por más que para el oficialismo sea su oscuro objeto del deseo la aspiración a la cuarentena más larga del mundo, muy a su pesar no la van a poder reeditar, aunque harán lo posible o lo imposible para acercarse a esa meta añorada. A la sociedad hay que advertirle que se deben tomar precauciones sin renunciar a las libertades, aunque el gobierno deberá saber que una cosa son las precauciones, el acto sereno, racional y austero de quien aspira a protegerse y otra muy diferente es ser prisionero o rehén del pánico, dejarse dominar por relatos catastróficos tramados desde el poder con objetivos inconfesables.
Convivir entre los rigores del Covid y la preservación de las libertades, entre la que incluyo la libertad de trabajar, reclama de dirigentes lúcidos, sabios, capaces de lidiar con la complejidad de los matices, una virtud que me temo que el actual gobierno no solo no la práctica, sino que no cree en ella. Las señales iniciales no alientan precisamente el optimismo. Desde la infamia de apropiarse de las vacunas para favorecer militantes y amigotes, hasta las maniobras destinadas a cambiar las reglas electorales, cuando no suspender a divinis las elecciones, pasando por sugestivas decisiones judiciales como la de favorecer a la señora vicepresidente para quien, como resulta evidente, su exclusiva precaución desde el poder no es la salud de los argentinos sino la salud de su bolsillo y la de sus hijos. Capítulo aparte, digno del género de lo desopilante y grotesco, es la iniciativa de la Universidad de Buenos Aires de convocar a un delincuente condenado por todos los tribunales previstos a dictar cátedra acerca de las supuestas maniobras de lawfare.
En la misma línea no seria exagerado suponer que en cualquier momento se decida convocar a Robledo Puch para que dicte cátedra acerca del derecho a la vida. O, por qué no, a Sergio Schoklender, respecto de las virtudes del amor filial y los beneficios de los derechos humanos.
La denominada segunda ola nos encuentra con un país que no logra adquirir las vacunas necesarias, con persistentes índices inflacionarios, una economía en terapia intensiva y niveles abrumadores de pobreza e indigencia; un gobierno donde no se sabe con precisión quien ejerce los atributos presidenciales, aunque se sospecha que ese atributo no está precisamente en la Casa Rosada.
Que como país nos ha tocado bailar con la más fea, más que una sospecha es una certeza, aunque para bien o para mal debemos admitir que los argentinos nos hemos habituado a mover los pies al compás de esa música, alentando la peregrina esperanza de que alguna vez cambie la partitura o nos decidamos de una buena vez por todas cambiar de pareja y de pista de baile.
(*) Periodista