El "volvimos mejores" del presidente como eje del análisis.
Por Antonio Tardelli (*)
En ciertos casos no da la sensación de que los integrantes del gobierno nacional presenten una versión superior a la de sus antecesores. “Volvimos mejores”, supieron decir en su momento. La idea era atractiva: proponía mayores niveles de autoexigencia y suponía un reconocimiento de antiguos errores, o de pasados déficits, cosa valiosa para un espacio poco entregado a las autocríticas. En muchas áreas no se nota; en otras, sí. Demuestra el gobierno al menos alguna preocupación por fenómenos que antes le resultaban ajenos. O más o menos indiferentes. O que, según proclamaba, le eran indistintos.
Por ejemplo: la inflación.
En sus primeras versiones (sus tres primeros gobiernos), el kirchnerismo comenzó afirmando que un poquito de inflación no estaba mal (o que era preferible al estancamiento o la recesión) para pasar luego a negar los datos o desentenderse del asunto llevando al extremo la idea de que combatir el alza sostenida de los precios, sobre todo si se lo hacía mediante mecanismos ortodoxos como la contracción del gasto o las restricciones monetarias, podía afectar su identidad pretendidamente progresista.
Subestimó la inflación. La negó o la ocultó. O se refirió a ella con eufemismos indulgentes: la llamó –recuérdese– deslizamiento de precios.
Ahora al gobierno le preocupa el asunto. No se sabe si porque considera el alza de precios como un serio inconveniente para el desarrollo de la actividad económica o porque advierte que en un año electoral la inflación conspira contra sus chances. Pero en todo caso le presta atención en un momento particularmente difícil.
Su respuesta, sin embargo, parece pecar de cierto voluntarismo. Es cierto que el contexto es extraordinario, y que la pandemia todo lo alteró, y que nada puede medirse con los criterios de la normalidad.
Pero el Poder Ejecutivo, que carece de plan o se niega a explicitarlo, recurre a respuestas que probablemente sean útiles dentro de un programa más ambicioso pero que por sí solas lucen insuficientes. La inflación de marzo ha sido del 4,8 por ciento. Tres meses consecutivos en niveles similares vuelven ilusoria la proyección del 29 por ciento para todo 2021 contemplada en el optimista presupuesto del ministro Martín Guzmán. Hace bien el titular del Palacio de Hacienda, frente a semejante contraste entre estimaciones y realidad, en encomendarse al Santo Padre en el Vaticano.
En lo que va de abril el precio de los alimentos ha crecido ostensiblemente. En un país que condena a la pobreza a gran parte de su población resulta un dato desesperante. Los pobres no se dan lujos: adquieren alimentos, que es lo que más para arriba se va. Hay más ejemplos del deterioro del poder adquisitivo del salario: el país de las vacas, que juega incluso con la idea de cerrar las exportaciones, presenta hoy el menor consumo de carne per cápita en muchas décadas.
Suben las prepagas. Suben las naftas. Se anuncian futuros aumentos de tarifas.
Lanza el gobierno inspectores de la AFIP a la calle. No está mal: lejos está la inflación, en efecto, de ser un fenómeno estrictamente monetario. Los formadores de precios y las cadenas de comercialización hacen lo suyo en el alza generalizada.
Pero el gobierno parece subestimar elementos estructurales que también configuran el fenómeno. Puede que el déficit fiscal no sea la única razón por la cual la moneda se deprecia y es insensato exigir un absoluto equilibrio de las cuentas públicas en tiempos de pandemia. Pero como fuere el gobierno se autodisculpa por no hallar el modo de reducir un déficit que en los actuales niveles es insostenible No hace falta ser conservador, neoliberal o de derecha para entenderlo.
Pero en todo caso, con los inspectores de la AFIP en la calle (hay que salir de apuro a contratar quinientos. ¿No terminará siendo más más caro el collar que el perro?) al gobierno le preocupan los indicadores. Los números de la inflación y seguramente también los de las encuestas. Hasta ahora, en lo que va del mandato del presidente Alberto Fernández, no habíamos tenido exámenes electorales a la vista.
Tal vez porque el miedo no es zonzo, y porque los índices mensuales se escapan de las previsiones, nadie repetiría hoy que la inflación es un problema secundario. Nadie subestimará, con o sin eufemismos, los otrora delicados deslizamientos de precios.
(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS