Huevos y gallinas

Por Antonio Tardelli (*)

La Argentina funciona con pobre institucionalidad y al mismo tiempo acumula fracasos económicos. Sus instituciones son débiles y maleables. Y su economía va de traspié en traspié. Ambos fenómenos son muy evidentes. Por ello cae de madura la pregunta acerca de qué cosa es causa y qué cosa consecuencia.

Puede que sea el problema del huevo y la gallina aplicado a la política nacional.

¿Fracasamos económicamente porque nuestras instituciones son deficientes? ¿Erramos en la economía porque la toma de decisiones está afectada por ese pobre funcionamiento institucional?

¿O es que el verdadero problema es la economía y de ello deriva todo lo demás? ¿O es que no acertamos en lo verdaderamente importante, lo económico, y de allí para abajo todo se degrada?

Es un dilema que deben resolver los expertos. Ellos podrán decir, incluso, si en efecto hay una relación directa entre una cosa y la otra.

Uno apenas si está tentado a desear que la clave de todo radique en la esfera institucional. Sería bueno que lo institucional determinara lo otro. ¿Por qué? Porque la intuición, siempre falible, empuja para ese lado. La preferencia tiene que ver, en todo caso, con un análisis de lo fácil y de lo difícil.

El sentido común supone que mejorar las instituciones, aprender a manejarnos con ellas, respetar los estatutos, y ser de ellos esclavo, es más sencillo que alinear variables inasequibles: que las tasas de interés, que la inflación, que los precios internacionales, que el deterioro de los términos del intercambio, que el déficit fiscal, que la depreciación de la moneda, que las cadenas de valor, que la puja distributiva, que el retraso tarifario, que el sistema tributario y así.

Da la sensación de que respetar las instituciones es más sencillo que ordenar todo lo demás.

Si en efecto así fuera, la situación toda se podría acomodar incluso con un golpe de suerte o por arte de magia: tocamos el resorte institucional y por añadidura se endereza todo lo demás.

Por lo pronto, los periódicos nos confirman diariamente lo desastrosos que somos en lo (presumiblemente) fácil.

Una noticia presenta a todos los funcionarios del Banco Central de la República Argentina (BCRA), desde su presidente hasta los directores, como “los rehenes de Cristina”.

Cristina es, desde ya, Cristina Fernández de Kirchner.

Los rehenes son rehenes porque, según se describe, ninguno de ellos ha obtenido el acuerdo del Senado de la Nación un año y medio después de iniciado el mandato del presidente Alberto Fernández.

Duermen en la comisión respectiva, presidida por una legisladora kirchnerista, los respectivos pliegos.

¿Y cómo es que funcionan esos funcionarios?

Funcionan precariamente. Funcionan, según se dice, “en comisión”.

En comisión.

¿Cuándo fue la última vez que escuchamos la expresión? ¿Cuándo fue que resonó con insistencia?

Probablemente haya sido cuando, en una decisión equivocada desde casi todos los puntos de vista, en el amanecer de su mandato el presidente Mauricio Macri designó en comisión a dos jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Según aquella intención oficial, los así designados iban a funcionar de ese modo, de manera provisional, hasta tanto el Senado les brindara el acuerdo correspondiente.

Sonó a barbaridad política. A grosería institucional. A error estratégico. A yerro táctico.

Todo eso a la vez.

Sin embargo, y para sorpresa de los legos (la inmensa mayoría de la población), destacados constitucionalistas plantearon entonces que la medida podía ser muy discutible pero que difícilmente podía ser objetada desde lo estrictamente legal. Al margen de las opiniones políticas, dentro de la lógica constitucional la designación “en comisión” era, argumentaban, una reconocida atribución presidencial.

Desde ya, no la mejor. No la más simpática. Pero en ningún caso un atropello desde la racionalidad que inspira al régimen constitucional.

Decían esos expertos: la decisión podía no gustar, desde ya; pero no era ilegal.

Lo curioso, transcurrido tanto tiempo de aquello, es que nada dicen ahora sobre las presentes designaciones “en comisión” quienes en otro momento se rasgaron las vestiduras por el procedimiento escogido por Macri, por lo demás un presidente acotado en sus márgenes de maniobra por su condición minoritaria en las cámaras y particularmente en el Senado.

Otra vez la doble vara.

Ahora las páginas de los diarios describen también de la indefinida situación de la Procuración General.

Pretenden desplazar al interino Eduardo Casal, el reemplazante de la kirchnerista Alejandra Gils Carbó, encuadrada en ese dislate llamado Justicia Legítima.

A su debido momento el presidente Alberto Fernández propuso al juez Daniel  Rafecas, postulación resistida por su vicepresidenta Fernández de Kirchner. A la ex Presidenta no le gustaba Rafecas.

Rafecas tampoco le gustaba a Juntos por el Cambio pero, puesta en un lugar decisivo en virtud de que la designación del procurador exige los dos tercios de los votos de la cámara alta, la oposición decidió respaldarlo. Considera que su nombramiento terminará siendo, en todo caso, un mal menor.

Rafecas, resistido por los macristas, era sin embargo mejor, para la oposición, que algún otro candidato menos potable.

Por tanto la oposición acaba de proponer que se analice en el Senado el pliego de Rafecas, un mal trago para Juntos para el Cambio y un sapo difícil de tragar para la Vicepresidenta.

Pero el oficialismo, cosa extraña, no acepta. Ahora desestima ese aval opositor. Parece despreciar la vía de la negociación y el pacto.

El nuevo ministro de Justicia, Martín Soria, se planta en cambio en la decisión de sostener el proyecto de reforma de la Procuración General que, ante la imposibilidad de reunir en su momento los votos necesarios para el nombramiento de Rafecas, propicia un cambio en el procedimiento de designación.

Insiste entonces en modificar la norma y atenuar la mayoría necesaria para la designación. Avanza en ese sentido.

La secuencia se vuelve compleja: el presidente Fernández insiste con que quiere a Rafecas pero ya no con los dos tercios sino apenas con el respaldo de la mayoría simple.

Ocurre que asoma un problema: ya ha advertido Rafecas que él solo aceptará el cargo si es designado con los dos tercios de los votos. O sea, no con la ley a través de la cual el oficialismo procura reducir el número necesario para refrendar el acuerdo.

La conclusión asoma evidente: si no ocurre nada sorprendente, el oficialismo modificará la ley.

Y avanzará con la designación del candidato del Presidente.

Pero el candidato del Presidente, designado por simple mayoría, declinará el ofrecimiento.

El camino quedará expedito para que se termine designando a un candidato –de esos que la oposición considera impresentables– y que podría satisfacer las aspiraciones de la Vicepresidenta de la República.

La moraleja es clara y remite a las enormes dificultades que experimenta el sistema político de la Argentina cuando algo –una emergencia o un requisito constitucional– exige acuerdos. Reclama pactos. Precisa negociaciones.

De perogrullo: es muy difícil para los gobernantes manejarse en lo institucional con un espíritu acuerdista.

Les resulta difícil, sino imposible, concertar de verdad.

Las aspiraciones de conciliación se vuelven palabras echadas al viento. No hay un verdadero espíritu de concertación.

Otra vez: es difícil determinar si el origen de los males nacionales se halla en lo económico, terreno en el que acumulamos reveses, o en la deficiente institucionalidad que complica la toma de decisiones.

¿Lo institucional o lo económico?

¿El huevo o la gallina?

¿Qué cosa es huevo y cuál gallina?

Conflicto difícil de saldar, miremos la góndola que miremos, atendamos el rubro que atendamos, siempre las soluciones quedan lejos, lejos.

 

(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS

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