Viene volando la selva muerta

(Foto: pausa.com.ar)

Por Valeria Berros (*)

 

Las aplicaciones del clima en nuestros celulares están generando mensajes de alerta en buena parte de las provincias y localidades argentinas en estos días. Si prestamos atención aparecen avisos de distintos colores por viento, previsiones de humo, recomendaciones tales como evitar estar al aire libre o asegurar elementos que se puedan volar.

Ayer algo de sol había en Santa Fe (hoy ya ni siquiera lo vemos, solo se insinúa detrás de la cortina de humo) y estábamos coordinando actividades académicas en el patio del centro de investigaciones en el que trabajo. En un momento vi varias cenizas en el suelo. Esas que aparecen cada vez que se incendia el humedal del que somos parte. No pude dejar de pensar que esas cenizas que nos rodeaban son la vida que se extingue en el Pantanal, en la Amazonía, en nuestros bosques, humedales y pastizales. Yaguaretés, armadillos, árboles y plantas de todo tipo, osos hormigueros, mariposas, aves, todo convertido en un pedacito de ceniza que pasa desapercibido o se convierte en esa molestia que no nos deja seguir con nuestras actividades habituales.

De eso no hablan las aplicaciones: no nos dicen que viene volando la selva muerta.

Las aplicaciones y los medios de comunicación masiva nos mandan a cerrar ventanas, imagen que resulta bien representativa de cómo gran parte de la sociedad –y en particular de quienes tienen poder de decisión– elige no mirar: el sol ya volverá y las cenizas se irán desintegrando por ahí.

Sin embargo, la realidad es que los incendios año a año van arrasando con los ecosistemas que sostienen la vida (que, vale aclarar, es nuestra vida también). No es la primera vez que suceden incendios de enormes magnitudes que traspasan los límites geográficos de los países en una clara manifestación de la característica global del desafío que tenemos enfrente. Se viene alertando sobre este problema hace ya mucho tiempo, pero el tono de las alertas se hace cada vez más desesperado. Para 2050 la ONU estima que los incendios forestales van a aumentar en un 30%. Si seguimos sin ninguna transformación que permita mantener los ecosistemas en pie para el final del siglo el aumento será de un 50%.

Con estas proyecciones de incendios que trae consigo la crisis climática el escenario futuro se ve bastante aterrador. Imaginemos por un instante un mundo en el que no haya grandes mamíferos, ni tampoco pequeños, en el que existan cada vez menos especies de árboles y plantas, casi ninguna flor y unos pocos insectos. Eso es gráficamente la pérdida de biodiversidad, sin mencionar todo aquello que escapa a nuestros sentidos y que es igualmente necesario para la permanencia de la vida en la tierra.

La ciencia ya ha dado muestras sólidas y periódicas identificando cómo el estado de la diversidad biológica declina sin freno. Para muestra se pueden consultar los numerosos informes de la Plataforma Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas más conocida como IPBES, o la cuantiosa cantidad de investigaciones que se desarrollan en el sistema universitario y científico argentino. De hecho, Argentina no está ajena a esta situación siendo uno de los países más biodiversos del planeta.

Supongamos que no nos interesa nada. No nos interesa convivir con ninguna otra especie, los insectos hacen mucho ruido en verano; los grandes animales nos dan miedo y nunca nos llamó la atención que en Santa Fe agosto es rosa lapacho, septiembre lila jacarandá y más tarde amarillo ibirá pitá. Nunca nos importó saber siquiera el nombre de esos árboles. Resulta que los incendios que convierten la vida en ceniza se nos introducen en el cuerpo. Aspiramos esa muerte y con eso, también nos morimos. No se trata esto de una exageración, está comprobado y alertado por una enorme cantidad de personas que investigan los efectos del cambio climático, y particularmente de los incendios, en la salud humana. El humo de los incendios afecta nuestra salud, pero no estamos hablando de tos, estamos hablando ya de daños permanentes en el cuerpo y a nivel cerebral.

Esa selva que viene muerta por el aire nos está matando y si no hacemos nada parece que llegó para quedarse y volver una y otra vez mientras sólo atinamos a cerrar las ventanas.

 

(*) Artículo originalmente publicado en pausa.com.ar

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