María Angélica Pivas fue secretaria del antiguo Juzgado de Instrucción N° 2 de Gualeguaychú que tuvo a su cargo las diligencias vinculadas al suicidio de Alfredo Yabrán que generó un impacto político a nivel nacional, conmoción pública y trascendencia internacional. Luego fue vocal del Tribunal de Juicios y Apelaciones de Gualeguay, donde finalmente se jubiló. En la actualidad está preparando la cátedra de Derechos Humanos para la Universidad de Concepción del Uruguay (UCU), que será la primera en dictarse en esa casa de altos estudios. El viernes 2 de abril recibió a la ANÁLISIS para repasar algunos hechos de su experiencia, pero también para marcar los cambios que se avecinan en el Poder Judicial, pese a la resistencia patriarcal de gran parte de sus miembros.

Por Nahuel Maciel

María Angélica Pivas nació en Gualeguaychú el 26 de febrero de 1961. Proviene de un hogar de agricultores, de la zona del Gualeyán y ella recuerda que su padre le señalaba cada vez que podía que “esa era una de las mejores tierras del mundo”.

“Mis padres eran de origen chacarero, de los cuales estoy muy orgullosa”, sostendrá a manera de presentación y dirá con orgullo que fue la primera profesional de la familia.

En diálogo con ANÁLISIS comparte algunos detalles del caso Yabrán; dará cuenta que muchas veces los Tribunales tiene que actuar con más imaginación que recursos y se centrará en la necesidad de un cambio de paradigma o cultural que destierre la práctica machista-patriarcal especialmente en el Poder Judicial.

- ¿Cómo nació su vocación por el Derecho?

-Hay un hecho muy puntual y fue en la primaria. Estando en sexto o séptimo grado, la maestra nos da como tarea realizar una composición y debía girar en torno al tema “qué queremos ser cuando seamos grandes”, referido al destino profesional que nos imaginábamos en ese entonces. Recuerdo que escribí que quería ser abogada para que la gente sea feliz. Y el otro título que también recuerdo era: “Para que la gente de campo también pudiera sonreír”.

-Profundice ese recuerdo, porque hay algo específico: “que la gente de campo pudiera sonreír”.

-Por supuesto. Era muy chica y recuerdo que mi padre, ya estando enfermo, vivió una situación de mucha aflicción a raíz de la falsificación de la firma de mi madre en un hecho vinculado a un préstamo o algo similar. Lo cierto es que era una situación extraña para nuestra familia. Para tener un contexto, eran los años 60-70 y en ese entonces mi madre no firmaba absolutamente nada sin el consentimiento de mi padre. Por eso extrañó la aparición de ese pagaré y justo en un momento muy delicado de salud de mi padre. Y así percibí que ellos estaban expuestos a muchas injusticias. Y comencé a asociar a la justicia con la felicidad. Ahora con el tiempo, creo que no estoy tan errada con esa percepción, porque si todos fuéramos más justos, estoy segura que todos seríamos muchos más felices.

- ¿Dónde estudió Derecho?

-En la Universidad Nacional del Litoral. Para ir a vivir a la ciudad de Santa Fe no fue fácil, al menos tuve que sortear dos temores de mis padres. Estamos a fines de 1978, principios de 1979. El primer obstáculo que tuve que sortear era propio de una familia chacarera, con sus miedos o prejuicios lógicos ante el hecho que una hija mujer fuera a vivir sola, a los 18 años, a una ciudad que en ese entonces se percibía que quedaba más lejos que en la actualidad. Y el segundo, era propio de la época política y social del país, porque me voy a estudiar en plena dictadura cívico militar. En ese entonces tuve dos profesoras que me marcaron muchísimo en mi vida por su positiva influencia. Una fue clave para terminar de convencer a mis padres para que me dejaran ir a estudiar: eso fue una tarea de mucha paciencia, pero casi titánica. Y otra profesora que terminó de darles a mis padres algunas seguridades, porque les manifestó que ella quería seguir estudiando y que me acompañaría a Santa Fe. Como ella era mayor, mis padres quedaron más tranquilos y me autorizaron a viajar. En realidad, viajamos tres mujeres: la profesora, una compañera mía y yo. Lo hicimos en la empresa Ciudad del Gualeguay hasta Paraná y de ahí trasbordo en el Etacer para llegar hasta Santa Fe. Cuando llegamos a la oficina donde había que inscribirse, esta profesora nos anima y nos dice que vayamos y que ella se iba a quedar esperándonos en la vereda. Le dijimos que por qué si ella también iba a estudiar y entonces nos dijo que solamente quería acompañarnos porque solas nunca nos iban a dejar viajar. Por eso a esos dos gestos los tengo muy presentes, porque fueron enseñanzas para luego no ser indiferente a las necesidades de los demás para superar sus obstáculos. A la carrera la hice en cinco años, en tiempo y forma. Pero no tanto por capacidad, sino por el miedo que inspiraba toda esa época. Por eso la finalice lo antes posible.

(Más información en la edición gráfica número 1119 de la revista ANALISIS del jueves 8 de abril de 2021)