“El basural", el método que los militares usaron para ocultar al mundo las desapariciones

Telegrama

El telegrama al Departamento de Estado donde se informa del método que implementaron los militares para evitar las críticas que estaba recibiendo el régimen de Pinochet.

Tres meses después del golpe de Estado de 1976, los funcionarios extranjeros recibían noticias sobre desapariciones y estaban desconcertados. Todos creían que Jorge Videla tenía la intención de frenar las violaciones a los derechos humanos pero no podía controlar a las Fuerzas Armadas y de Seguridad. De los documentos surge cómo un diplomático israelí le contó al embajador norteamericano Robert Hill el sistema que la Junta había implementado para evitar las críticas externas que había recibido el régimen de Pinochet.

Las Fuerzas Armadas debatieron, antes del golpe militar de 1976, cómo encarar la represión. Un grupo proponía el “camino Pinochet”: redadas masivas, grandes centros de prisioneros y ejecuciones con o sin la formalidad de un juicio marcial sumario. Ello suponía que la Junta Militar asumiría la responsabilidad de las acciones, con la justificación de la amenaza a la seguridad interna.

Pero otro grupo no estaba dispuesto a tolerar el escarnio internacional al que había sido sometido el dictador chileno inmediatamente después del golpe de 1973. Estos se inclinaron por un método que llamaron “el basural”: luz verde a las fuerzas de seguridad para cometer secuestros y desapariciones, aunque siempre de forma tal que la Junta pudiera negar toda responsabilidad en los crímenes.

Este segundo plan, que fue el elegido, tenía un toque sofisticado: la instalación de la idea de que el presidente Jorge Videla y sus “moderados” estaban combatiendo a los “duros” de la interna militar, pero no conseguían controlar la situación.

El 16 de junio de 1976 un alto diplomático israelí le hizo este relato a un colega de la embajada norteamericana, donde, como en muchos otros ámbitos bien informados, se consideraba que la propia Junta Militar estaba desbordada por la dinámica de la represión.

En el momento de la conversación entre el israelí y el estadounidense -contada en uno de los miles de documentos sobre Argentina desclasificados durante los últimos años por el Departamento de Estado norteamericano-, habían pasado menos de tres meses desde el golpe.

Entonces, tanto diplomáticos como periodistas extranjeros acreditados en Buenos Aires miraban con asombro el siniestro devenir de lo que en la época se denominaba “lucha antisubversiva”.

Aunque los medios locales no informaban del tema -con alguna excepción- ellos estaban al tanto de los secuestros que se realizaban cotidianamente, a través de sus propias fuentes y de testimonios de primera mano. Y sabían muy bien que los autores no podían ser sino miembros de las fuerzas de seguridad, debido a la comodidad y a los recursos con los que actuaban.

Los desconcertaba, sin embargo, que la Policía, las Fuerzas Armadas y todos los organismos oficiales negaran tener información cuando los familiares emprendían el peregrinaje de búsqueda de sus seres queridos.

En los casos de secuestrados de nacionalidad extranjera, los propios funcionarios de las embajadas habían chocado contra inverosímiles negativas de las autoridades argentinas, según comentaron entre ellos diplomáticos de doce países (Noruega, Australia, Francia, Gran Bretaña, entre otros) durante un almuerzo compartido el 19 de mayo. Al final de esa comida la conclusión unánime fue que la buena imagen internacional del gobierno militar comenzaría a deteriorarse en poco tiempo, porque la realidad no podía tardar en salir a la luz.

De entrada, aprobación

El golpe militar había sido aplaudido en el exterior. Luego del derrumbe económico y las violaciones a los derechos humanos durante el gobierno de Isabel Perón, la más influyente opinión pública del mundo occidental esperaba que las Fuerzas Armadas pusieran “orden”. El prestigioso diario The Washington Post había reflejado la visión mayoritaria, cuando afirmó que los militares argentinos “merecen respeto por su patriotismo, al tratar de salvar un barco que se hunde. El fin de un gobierno civil, normalmente un hecho lamentable, en este caso es una bendición”.

Muy rápidamente, sin embargo, los extranjeros mejor informados supieron que las cosas no eran lo que parecían. Al comienzo, de todos modos, les resultaba difícil entender lo que en realidad estaba pasando.

La represión en Argentina era más perversa y más solapada que la de Chile, donde luego del golpe militar de 1973 miles de presos políticos habían sido llevados al Estadio Nacional y se habían practicado ejecuciones sumarias.

Los diplomáticos extranjeros en Argentina solían intercambiar información y las preguntas que se hacían eran al menos dos. ¿Videla está de acuerdo con los secuestros y desapariciones? El punto de visto predominante era que no. En esa primera época se consideraba que el presidente estaba haciendo lo que tenía a su alcance para poner límites a quienes, dentro de la interna militar, favorecían una represión amplia y completamente al margen de la ley. ¿Había una decisión tomada al más alto nivel del gobierno de facto de eliminar no sólo a los guerrilleros sino también a militantes de izquierda sin vinculación con la lucha armada? Tampoco. Se pensaba que eso era resultado del descontrol de las fuerzas de seguridad.

El embajador norteamericano, Robert Hill, había escrito el 11 de mayo en un mensaje al Departamento de Estado que los propios dirigentes radicales y peronistas, con los que tenía contactos reservados, consideraban que Videla era un hombre bien intencionado: “Ellos creen que los problemas resultan de su fracaso en el control de los duros. Esto tiende a coincidir con el análisis de la embajada”.

“Silenciar y aterrorizar a toda la oposición”

Sobre la base de información obtenida en fuentes oficiales argentinas, el diplomático israelí -que no fue identificado- dijo que “bien antes del golpe del 24 de marzo”, los militares habían decidido no sólo “eliminar la subversión y el terrorismo”, sino ir mucho más allá: se trataría también de “silenciar y aterrorizar a toda la oposición potencialmente significativa”.

La embajada israelí había llegado a la conclusión de que “los secuestros y asesinatos de izquierdistas o de extranjeros exiliados en la Argentina son el resultado de la decisión política tomada por el gobierno y no del descontrol de fuerzas de seguridad”.

La referencia a los asesinatos de exiliados tenía que ver básicamente con los muy notorios casos de los legisladores uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz y el ex presidente boliviano, Juan José Torres, víctimas de la represión en los primeros meses de la dictadura.

Tomada la decisión se avanzar con la represión al margen de la moral y la legalidad, la cuestión que le quedaba resolver a la Junta Militar era cómo se haría para minimizar la exposición a las críticas internacionales que habían “aislado el régimen militar de Chile”.

A un grupo dentro de las Fuerzas Armadas -explicó el diplomático israelí- no lo preocupaba ese tema o pensaba que se podría manejar. Fue el que propuso el “camino Pinochet”, desechado porque los militares argentinos no estaban dispuestos a correr la misma suerte que el dictador chileno.

“El curso alternativo, que fue el adoptado -continuó el diplomático-, podría traducirse como el método de disposición de basura. De acuerdo con este modelo, se dio luz verde a las fuerzas militares y policiales para que atacaran el problema de la seguridad interna con cualquier método que considerasen apropiado, pero siempre manteniendo al gobierno en posición de ensayar una plausible negativa de responsabilidad. Este esfuerzo se dirige a colocar una pantalla de humo o de duda por las primeras semanas o meses, mientras la oposición es destruida”.

Así se explicaba la presencia de autos sin patentes y policías y militares sin uniforme en los operativos de secuestro, además de las negativas de información en las oficinas oficiales.

El relato continuaba diciendo que la Junta Militar sabía que este plan de negar vinculación gubernamental con las violaciones a los derechos humanos no podría ser de largo aliento, ya que al cabo de un tiempo más bien corto las denuncias nacionales e internacionales serían imposibles de silenciar. Ahí aparecería la autoridad de la Junta Militar, para poner bajo control a los “miembros de fuerzas de seguridad que actúan sin autorización” y a los “extremistas de derecha”.

“En el momento apropiado -resumió el diplomático israelí- los moderados empezarán a tener éxito y el gobierno, una vez que haya eliminado al grueso de la oposición, con un daño limitado a su imagen, comenzará a tener una conducta aceptable en el área de los derechos humanos”.

Leer hoy este cable desclasificado explica muchas cosas y deja algunas dudas. Aquello de que el método elegido para permitirle a la Junta Militar negar su responsabilidad en la represión se utilizaría sólo durante “las primeras semanas o meses” no se verificó en la realidad, porque los secuestros y desapariciones continuaron en forma masiva durante años, al menos hasta 1978.

¿Pensaba originalmente la Junta Militar poner freno a las desapariciones al cabo de un tiempo corto? Si fue así, tal vez cambió de idea cuando advirtió que los cuestionamientos internos podían silenciarse y que las críticas internacionales no eran tan significativas como se pensó que serían.

Lo concreto es que el plan de la Junta Militar tenía algún grado en aquellos primeros meses posteriores al golpe, porque el diplomático israelí no pudo convencer a la embajada norteamericana, que concluyó su comunicación a Washington con la sentencia de que tanto a Videla como al entonces jefe del Estado Mayor del Ejército, Roberto Viola, “realmente les gustaría poner los abusos bajo control, pero no tienen la fuerza para hacerlo”.

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