La locura ha regresado con la virulencia de sus peores momentos

Por Ernesto Tenembaum (*)

 

Hay un grupo importante de personas que creen que en la Argentina se desarrolla una batalla entre el Bien y el Mal, y que sólo habrá destino para el país cuando el primero se imponga. El significado de esas dos palabras cambia según quien las explique: el Bien puede estar compuesto por los republicanos que marchaban el lunes y el Mal por una banda de fascistas corruptos que está enquistada en el Gobierno; o el Bien puede ser el movimiento popular que gobierna y sus enemigos la oligarquía, el periodismo o los grupos concentrados.

Todas las sociedades están atravesadas por tensiones y dilemas que se resuelven con mayor o menor grado de acuerdo, o conflicto. Pero para esas personas se trata de otra cosa: de una guerra inevitable contra un enemigo. Esa concepción ha dominado la vida política argentina desde el 2008. Las personas que creen que esa dinámica es positiva tuvieron un gran triunfo esta semana porque el escenario de extrema confrontación se ha adueñado nuevamente de la Argentina.

Las imágenes de la escalada son muy contundentes. El lunes pasado, dirigentes relevantes de la oposición convocaron a una marcha en muchas ciudades del país, transgrediendo una indicación sanitaria muy clara, que no solo había emanado del gobierno nacional, sino también de las administraciones conducidas por la oposición, especialmente la porteña. Durante esa marcha, varios centenares de personas se concentraron frente al domicilio de Cristina Kirchner. “Cristina Kirchner, la puta que te parió”, coreaban. “Chorra”, “Andate a vivir a Venezuela”, eran otras de las elaboradas reflexiones. En lugares muy destacados de la marcha se pudieron percibir muñecos inflables donde la vicepresidenta aparecía con traje a rayas o, incluso, una horca de la cual pendía la cabeza de Alberto Fernández. Había cientos de carteles con mensajes extremistas y amenazantes.

Naturalmente, la descripción de una marcha es un fenómeno complejo. En tiempos de pandemia, es difícil evaluar su dimensión numérica, cuando la mayoría de los manifestantes van en auto. Tampoco es sencillo interpretar si los mensajes extremos y amenazantes eran el rasgo dominante de la manifestación o expresiones de subgrupos. Por momentos, daba la impresión de que la mayoría de los asistentes intentaban mantener la distancia social y se protegían con barbijos. Pero las aglomeraciones, de todos modos, no se pudieron evitar. Sin embargo, la cobertura mediática dominante dio por resueltas esas dudas de un plumazo: fue multitudinaria, no hubo ningún riesgo. Los escraches a domicilios y los mensajes agresivos no merecieron mayores debates.

En las horas posteriores a la marcha, hubo frases tremendas. Patricia Bullrich fue demoledora contra los dirigentes de la oposición que no asistieron: “Nuestra representación política y social nos interpela y nos dice: o se ponen a la cabeza o los pasamos por arriba. Bueno, creo que nosotros nos tenemos que poner a la cabeza. A los que no quieran ponerse a la cabeza, los van a pasar por arriba. Va a ser así. La gente va a dejar en el camino a aquellos tibios que no son capaces de entender”. Con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes: ese es el tono imperante. A los tibios los vomita Dios.

El Gobierno respondió con una actitud simétrica. Desde el conflicto con el sector agropecuario de 2008, hay varias obsesiones que dominan el alma del grupo que conduce al kirchnerismo y que han marcado la vida de los argentinos. Entre esas obsesiones ocupan un lugar destacado los jueces, los medios de comunicación y los periodistas que el kirchnerismo no controla. Con esos antecedentes, Alberto Fernández decidió impulsar una reforma judicial por medio de la cual intenta reparar un problema que existe en ocho juzgados federales –esa es su verdadera dimensión-- a través de la designación de cientos de jueces, fiscales y camaristas, y las reformas de la Corte Suprema, el Consejo de la Magistratura y la Procuración General de la Nación. A primera vista, parece haber cierta asimetría entre el problema real y la solución sugerida.

Al día siguiente de la marcha, donde el cuestionamiento a esa medida estuvo en el centro de los reclamos, el Senado aprobó a velocidad del rayo el dictamen favorable a esa reforma, con el agregado de una provocación al periodismo y los medios de comunicación. Unas horas después, medios cercanos al kirchnerismo comenzaron a difundir que distintas empresas del grupo Clarín compraron dólares en los últimos días. Y el viernes por la noche, el Gobierno decidió intervenir directamente el sector de la telefonía celular, la televisión por cable, y los servicios de internet, que es donde anidan los principales intereses del grupo Clarín. La Justicia y Clarín, en la mira: un revival con todos los condimentos.

Estos últimos tres gestos generarán, como sucede siempre en las sociedades democráticas, un amplio y necesario debate. El agregado que el kirchnerismo hizo al dictamen de reforma judicial establece que los jueces deben denunciar las presiones mediáticas. Esa necesidad de proteger a los magistrados es novedosa en la carrera de la vicepresidenta. ¿No fue su propio vicepresidente el que produjo la destitución del procurador general Esteban Righi en 2012 cuando su domicilio fue allanado? ¿No fue ella misma la que convocó a miles de personas para que insultaran al juez que había dispuesto su primera declaración indagatoria en abril de 2016? ¿No fue un canal muy cercano al kirchnerismo el medio que pedía hace pocas semanas la detención de Luis Majul?

La difusión de la compra de dólares por parte del grupo Clarín es otro aspecto polémico. Hace un par de meses, el Banco Central difundió también una lista de compradores de dólares, que un medio oficialista calificó como “fugadores”. La compra de dólares en períodos de inestabilidad es un recurso habitual de protección de los ciudadanos y empresas argentinas. No es un problema moral de algunos sino una reacción defensiva de muchísimos.

Así surge del libro Sinceramente, en el que Cristina Kirchner abunda en detalles sobre cómo sacó la plata del país en medio del corralito, con el asesoramiento del presidente del Deutsche Bank, una entidad financiera foránea, o sobre cómo cambió gran parte de su patrimonio a dólares cuando, en 2016, conoció el plan económico de Macri. Ni Cristina ni Clarín hicieron nada que no hagan habitualmente millones de pequeños ahorristas.

La aplicación de medidas intervencionistas a los grupos de telefonía celular provocará réplicas y contrarréplicas sobre estructura de costos, abusos, necesidad de ciertos precios para garantizar el servicio, estímulo o desincentivo a la inversión, etcétera. Es un clásico. Habrá otros empresarios que tomarán decisiones en función de lo que perciban de estas medidas. En cualquier caso, se trata de una elección política: en las últimas semanas los bancos han aplicado intereses monstruosos sobre las deudas de tarjeta contraídas por los argentinos en los últimos meses, los fabricantes de insumos médicos han aumentado de manera injustificada sus precios, y así hasta el infinito. La elección de la telefonía celular y la provisión de internet como un foco de atención prioritaria es justificada con argumentos de justicia social, pero obedece, primeramente, a una línea de conducta coherente desde el año 2008. Los enemigos de siempre con los métodos de siempre.

Dada la manera en que se produce esta escalada, es fácil predecir los tiempos que vienen. Las personas que creen que en la Argentina se produce una batalla entre el Bien y el Mal se endurecerán, sacarán a la luz métodos coherentes con la batalla bíblica que creen protagonizar y someterán a la sociedad a una andanada de cruces. Habrá ciclos de tensión y distensión. Pero si la historia se repite, la bronca se instalará de nuevo en cada reunión familiar.

Fernández podría ser -podría haber sido, tal vez sea la formulación correcta- un Presidente que serenara al país. Le tocó enfrentar el desafío de la pandemia y dio allí muestras de un espíritu dialoguista y criterioso. Negoció la deuda con los acreedores privados, lejos de las personas para las cuales era mejor el default que un mal acuerdo. En ese sendero, ahora era el turno de establecer un diseño macroeconómico que permitiera generar condiciones para un crecimiento sostenido y moderado, donde los principales actores empezaran a tener garantías de que era una buena decisión invertir en el país. ¿No quiere? ¿No puede? ¿No sabe? En cualquier caso, no lo está logrando.

Todo esto ocurre cuando el país debe sufrir, cada día, más de 150 pérdidas de vidas por el coronavirus, en un contexto social desolador y frente al desafío diario de la pérdida de reservas, que ya se ha transformado en un peligroso campo minado. ¿Qué sucederá con ese goteo persistente ante el clima de confrontación creciente?

Igual, no hay de qué preocuparse.

El día que el Bien triunfe sobre el Mal estos problemitas menores se resolverán.

 

(*) Este artículo de Opinión de Ernesto Tenembaum se publicó originalmente en el portal Infobae.

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