A dos meses de la Muerte de Juan José Saer: ese argentino “bromista” en París

El 11 de junio la noticia saltó de los cables a las páginas culturales de los periódicos. El argentino que detestó el Boom latinoamericano y que utilizó el lenguaje como un dispositivo para desarmar la realidad, fallecía en una clínica de París a los 67 años producto de un cáncer al pulmón.

Era tarde en París, ya era tarde también en Buenos Aires, pero finalmente el click al otro lado indicaba que habían levantado el teléfono. Saer al habla. “Hola, ¿qué dice, cómo está usted, como está Buenos Aires?”, preguntó después del sí de rigor. “¿Qué cuenta a esta hora?”. Su curiosidad por las noticias, incluso las noticias imprevistas, de este lado del océano, era proverbial, legendaria. “Disculpas por la hora, es que estamos en medio del cierre, preparando una edición especial, y queríamos tener su opinión. ¿Sabe que falleció Saer, no?”, dije y no dije nada más: porque sentí que me hundía. Se hizo un silencio denso. Estaba hundido, me hundía. Saer no hablaba. Del otro lado, la respiración, y nada, silencio. Estaba en el horno. La carcajada de Saer rompió el hielo: no podía parar de reírse. Estuvo minutos enteros riéndose. En algún momento, medio transpirado, arrancamos el reportaje: había muerto Onetti. Esto pasaba en 1996. Por supuesto que no se olvidó: en septiembre de ese año, coincidiendo con la salida de su última novela, “La pesquisa”, nos encontramos y me regaló un ejemplar dedicado con la cita bíblica: Aquellos que vos matáis, gozan de buena salud. En 1993 lo conocí por un amigo en común: presentaba “La ocasión”, la ciudad reventaba de calor; terminó de hablar; a un guiño, desaparecimos junto al poeta Fabián Casas; terminamos en un café de la avenida Pueyrredón, hablando de Faulkner, Borges, de Juanele Ortiz, a quien conoció, veneró, y esa noche (después del tercer whisky) recitó de memoria: todavía Saer vivía en Santa Fe cuando Juanele lo recibió en su rancho, al otro lado del río, en Paraná; cruzó en bote, no llegaba a los diecisiete años. El fraseo de Juanele no lo abandonó jamás: no existe un solo texto de Saer que pueda leerse sin presuponer la lírica: Stevens, Eliot, Pound, Homero, Pavese, Musil. Es más: su narrativa es el intento, a veces agotador, de clausurar la frontera entre los géneros (literarios), acaso con la excepción de ciertos ensayos, que consideraba subsidiarios. “El limonero real” es el tour de force: el lenguaje como un dispositivo que no consigue dar cuenta de la complejidad de lo real, nunca; aunque se ajuste, se repita, se insista, pueda variarse, ir en círculos concéntricos o volver, nunca alcanza; algo se escapa que la poesía suele capturar, como captura un haiku japonés un instante que ya pasó. La querella entre el pasado, el presente y el futuro, lo tenía sin cuidado: la literatura es todos los tiempos verbales en presente, suficiente para que la verdad resplandezca, imaginaria, y desaparezca. El mundo, a la distancia, es como un puerto poco iluminado que se aleja con el marco a medida que el narrador narra. Entre sus críticos favoritos, más escritores que críticos, estaba Borges, por supuesto, seguido, muy de lejos por Barthes, Magris y Pietro Citati. Era demoledor en sus juicios: si algo era malo, era malo definitivamente. Philippe Sollers era un idiota manifiesto, un esnob que había pretendido convertir a Joyce en un escritor católico, “en una especie de Roger Peyreffite para intelectuales”; Michel Houellebecq era una moda, etcétera. Alguna vez dijo que las novelas de Umberto Eco eran ideales para leer en la playa, y después, por cortesía, además de putearme, aclaró: que leer en la playa era uno de sus pasatiempos favoritos. Saer no iba nunca a la playa.

Odio el boom

Saer despreciaba sin decirlo a la literatura del boom: cuando el realismo mágico, que representaba todos los ideales de un continente atrasado, saturado de criaturas milagrosas y sueños neocoloniales de elite, hacía furor en la Europa próspera, previa a la primera crisis del petróleo, Saer ya vivía en París (desde 1968), testigo de esa operación literario-comercial, traducía, daba clases, escribía sus ficciones puntualmente ignorado, con una convicción admirable: a finales de los sesenta, Saer había publicado dos colecciones de cuentos y tres novelas que sólo conocían algunos y ahora, para simplificar, se las mete en el casillero del nouveau roman, extravagancia de argentino en París que no ignoraba las obras de Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute y Claude Simon, aunque prefiriera la antropología estructural de Lévi-Strauss, que inspiró uno de sus textos más luminosos: “El entenado”.

Sus estudios primerizos sobre cine y estética despuntaban acá y allá: el rigor de los encuadres, la precisa imprecisión de las palabras (imposible resultar más preciso), y los estrictos fuera de cuadro (en “Nadie, nada, nunca”, un nadador de fondo pierde la noción de distancia que no se deduce por referencia al yo sino por las palabras que encadenan el titilar de las luces en la orilla, primero brumosa, después ciega, después, límpida como el pabellón barrido por la lluvia). Es cierto: a Saer le gustaba Antonioni, especialista en incertidumbres, en fuera de cuadros.

“Me gustaría saber cuáles son los obstáculos que impiden vivir”. La afirmación, enunciada con desgano por uno de los protagonistas de “La vuelta completa”, no se reduce sólo a las peripecias a menudo dialogadas y también dominadas por un esquivo malestar cíclico de esta primera novela, escrita a los 22 años, y cuyo título parece anticipar un recorrido que sus libros posteriores trazarían con deslumbrante precisión.

En todos o en casi todos sus textos reaparece un núcleo de cinco o seis personajes: Pancho, Washington Noriega, Tomatis, Barco, Pichón Garay, Angel Leto, que convocan tramos incompletos de sus vidas aletargadas, nerviosas, perplejas, desintegradas, hundidas en lo cotidiano o la ilegalidad, tal como ocurre en “Glosa”, su novela preferida.

La “espesa selva virgen de lo real”, escribió Saer, se nombra con palabras, a las cuales subyace una distinción, concerniente a las esferas adjudicadas a la novela y a la narración. Walter Benjamin había plantado la diferencia, y Saer la reformula; esto es, traslada al plano de sus propias elaboraciones teóricas en un texto titulado “Borges novelista”. Así, mientras la novela permanece incólume dentro del género, la narración desborda esos límites.

En ese desafío, para el que se necesita “disponibilidad, incertidumbre y abandono”, Saer debió forjar una escritura que fuera como su sello personal. A tal punto son inconfundibles los mecanismos que terminaron por moldearla en la frase; si hay un adjetivo que corresponde aplicar a la frase (de Saer) es interminable.

A diferencia de la musicalidad perfecta de la frase borgeana, la de Saer funda una cadencia hecha de quebraduras, transiciones, pasajes abiertos en la inexistente profundidad de la página. Es quizá en esta opuesta simetría donde habría que buscar un nuevo umbral de la literatura hispanoamericana, en cuyo suelo Saer inscribió, inauguró y conquistó su auténtica dimensión de narrador.
Fuente: Pablo E. Chacón, La Nación

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