Querido Pepe

Edición: 
1116
La partida de José Carlos Elinson  

D.E.

 

Pepe Elinson sabía que la muerte le iba a llegar de un día para el otro en estos duros tiempos. Había zafado varias derivaciones a terapia intensiva en el último año, nunca se terminaba de recuperar, pero igualmente no dejaba de soñar con proyectos. Esa soledad en el Hospital Palma, donde estaba internado desde el año pasado, por su crítica situación económica, lo obligaba a hacer cosas y no quedarse quieto.

 

Escribió como nunca, cada semana -salvo aquellas donde la salud le jugaba una mala pasada- en las diferentes ediciones del sitio web de ANALISIS. En ese retiro involuntario en que vivía, era feliz con el rebote de sus notas, desde diferentes amigos y conocidos, cuya mayoría ignoraba absolutamente desde donde escribía o quizás nadie se lo preguntó. “Nunca tuve tanta repercusión”, decía orgulloso. Y la última alegría que tuvo fue cuando le avisaron que la calle a nombre de su viejo amigo, el exintendente Juan Carlos Esparza (PJ), tal como lo había exigido en una nota del mes de septiembre, levantó polvareda en ámbitos municipales y hubo decisión de concretarla.

 

Soñaba con desarrollar una radio de circuito cerrado en el Palma o bien en el Fidanza donde se había pensado en derivarlo poco antes de su partida. Tenía el aval de la ministra Sonia Velázquez y hasta habíamos armado un equipo de colaboradores ad honorem para diferentes programas, aunque ninguno de esos integrantes se enteró alguna vez sobre qué estaba proyectando Elinson, en medio de esa habitación donde dormía por segmentos, ante la queja o el grito de alguno de los tres o cuatro pacientes anónimos que compartían ese lugar. 

 

Pepe tenía su cama junto a la pared y debajo de la ventana de la habitación colectiva, que daba al patio del hospital y con eso le alcanzaba. Ya no estaba en condiciones de ser aquél hombre que exigía tal o cual detalle, como solía suceder en sus tiempos de buena vida, en especial por el pasar económico de su padre. “Es triste esta realidad que vivo, pero es lo que hay. Tengo que entender que soy un indigente y mis días finales transitarán por el devenir de este hospital”, decía. Aprovechó a leer lo más posible y a escribir como en sus tiempos jóvenes, notas, cuentos y hasta algunas poesías, que eran de sus predilecciones desde pibe.

 

Elinson había aceptado esa situación de contexto y se humanizó; pasó a ser mejor persona. Se transformó en uno más del grupo de pacientes y trató de pasar de la mejor manera posible sus días, junto a enfermeros, médicos, cocineros y asistentes, a los que nunca había cruzado en su camino. No tenía demasiado margen para vivir de otra manera, aunque con la ayuda de sus amigos podía hacerlo. 

 

Le costó mucho tiempo entender que sus últimos días tenía que hacerlo con la asistencia de otra persona, por la precariedad de su estado físico y en especial su enfermedad respiratoria crónica, que lo acompañó por décadas y siempre lo tuvo a maltraer. Pero él igual soñaba con volver a su departamentito y ganar en libertad. De hecho, siempre repetía lo mismo: “quiero volver a ser libre. Levantarme, hacerme un buen desayuno o cenar con mis amigos”. Aunque sabía que ya no podía. La última vez que nos juntamos a almorzar -tras pedir permiso en el hospital- fue en diciembre del año pasado, junto a su querido amigo Luis María Serroels, su único hijo Martín y este cronista. Celebramos así su cumpleaños número 69. Después, claro está, no tuvo más permiso para salir del Palma. Pero ese momento lo vivió con felicidad e incluso escribió una nota que se puede leer en el archivo de ANALISIS, en la web.

 

Fue a mediados de octubre de este año que un día juntó todas sus cosas y decidió firmar un alta voluntario en el Hospital Palma. Nos enteramos poco después que lo concretó; porque lo decidió sin consultarle a nadie. Algo así como un grito de libertad. Fue días después que le habían comunicado que todo indicaba que lo iban a derivar al exhospital Roballos, como paso previo al Fidanza. En el Palma había que dejar lugar para pacientes de Covid y Pepe estaba algo aterrado por esa situación.

 

Le dolió mucho despedir este año, a través de sus crónicas, a gente que quería mucho, como el Moncho Ibáquez, Tachuela González, Fermín Garay o Gustavo Lambruschini. Y algo parecido le pasó cuando escribió sobre la partida de Juan Antonio Tardelli. Por eso se apuró a tomar esa decisión errónea, sin consultarle a nadie. Y nadie le dijo que no en el hospital.  

 

Pepe había conseguido una habitación en un lugar de Paraná por unos días y estaba decidido luego a instalarse en un departamentito de calle Pascual Palma. Subió al remise y a las pocas cuadras se descompensó. El conductor le preguntó qué hacer y Pepe no dudó en pedirle que lo llevara de urgencia a una clínica privada.

 

Ingresó a terapia intensiva, pero se recuperó y salió a los pocos días, para ser derivado a una habitación común de ese sanatorio. Sus amigos más directos tuvimos que ir a buscar sus cosas personales a la remisería.

 

Permaneció casi una semana en ese lugar; hizo nuevos amigos y siguió soñando con hacer cosas. Estaba mejor. Había pedido que le lleváramos la notebook para seguir escribiendo y pensando y algunos libros para leer. Pero el viernes 23 -exactamente a dos meses de cumplir los 70 años- volvió a descompensarse. Y esta vez lo atravesó un infarto. No pudo salir y falleció a las 9.45.

 

Nunca más lo pudimos ver. Su cuerpo ingresó al ataúd y fue sellado de inmediato, como parte del protocolo funerario de estos días. Ni siquiera su hijo Martín, que llegó desde Buenos Aires, pudo siquiera verle el rostro a su padre, con quien no estaba desde marzo. 

 

Pepe terminó en un nicho perdido del cementerio municipal. No éramos más de cinco o seis los que llegamos a despedirlo. Sobre el féretro que bajamos del auto de la funeraria estaba su viejo bastón, con el que estaba obligado a trasladarse en los últimos tiempos. 

 

Martín agarró ese bastón y cuando el féretro ingresó a ese nicho solitario, se partió en dos.

 

Nos miramos y comprendimos lo que había pasado con eso que sostenía al querido periodista. Lo entendimos como una señal también. Quizás fue una forma de despedirse de Pepe. Como diciendo hasta aquí llegué.

 

Como un abrazo eterno de adiós. 

 

Descansa en paz, querido Pepe.

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