“El abuso fue hacia nosotros y hacia nuestras familias”
La historia de Hernán Rausch revela no solo el drama íntimo de una víctima de abuso clerical, sino también el profundo quiebre espiritual e institucional que provocó el caso Justo José Ilarraz. Desde su infancia en una comunidad atravesada por la fe hasta el silencio impuesto por el perpetrador y la falta de respuestas eclesiales, Rausch reconstruye un camino de dolor, coraje y búsqueda de justicia. “No agrandé ni achiqué nada. Solo conté hechos”, afirma, mientras reivindica la memoria, la verdad y una fe quese sostiene en la dignidad y la palabra recuperada.
Por Nahuel Maciel
En este diálogo, Hernán René Rausch -víctima del ex sacerdote Justo José Ilarraz- reconstruye con lucidez y hondura espiritual el itinerario íntimo y judicial que debió afrontar para convertir su historia en un testimonio público de verdad, memoria y justicia. Su voz emerge desde el corazón mismo de las aldeas fundadas por los Alemanes del Volga, donde la fe católica estructuraba la vida familiar y comunitaria. “Somos una familia humilde, sencilla, laburadora”, dice al evocarse como el menor de nueve hermanos criados en la ruralidad entrerriana, donde la confianza en la Iglesia formaba parte del paisaje moral. En ese contexto, la decisión de enviarlo al Seminario no fue un gesto excepcional, sino la continuidad natural de una tradición que veía en la institución eclesial un ámbito seguro para la formación espiritual de los hijos.
Pero ese lazo de confianza -tejido durante generaciones- sería dramáticamente vulnerado. Rausch explica que Ilarraz utilizaba un mecanismo sistemático: primero “observaba a las familias”, detectaba vulnerabilidades, y luego desplegaba un entramado de manipulación emocional, silencios impuestos y simulaciones afectivas. La perversidad del perpetrador radica -como él mismo lo señala- en que “no solamente el abuso fue hacia los chicos”, sino también hacia las propias familias, cuya fe fue utilizada para manipularlos. Esa traición multiplica el daño: “A mí me dolió mucho el abuso a la familia y a nuestros padres”, afirma Hernán con un respeto que resuena como reclamo moral hacia la institución que debía custodiarlos.
Su despertar a la conciencia del abuso se dio paulatinamente, cuando advirtió que “no era normal”que el sacerdote que debía cuidarlo ¿“también tenía que hacerme estas cosas?”. La pregunta no solo desestabilizó su infancia-adolescencia, sino también la estructura espiritual que lo había formado. En un clima de temor, competencia y secretos impuestos - “esto es un pacto entre vos y yo”-, el abuso avanzaba sobre un niño que no contaba con herramientas para comprender la manipulación adulta. El punto de quiebre llegó tras la muerte de su padre, cuando se encontraba en una situación de extrema vulnerabilidad emocional. Ilarraz intensificó el abuso, agravando aún más el daño. Pero, en un acto de enorme valentía, Rausch logró ponerle un límite: “Le dije: ¡No! No se lo permití”. La respuesta del abusador reveló la lógica del horror: “Listo. Hasta acá llegó nuestra amistad”.
Ese gesto de resistencia en soledad abrió un segundo capítulo: el camino institucional dentro de la Iglesia. Rausch cuenta que buscó ayuda en quienes debían haberlo protegido espiritualmente. Sin embargo, la reacción pastoral no estuvo a la altura del daño padecido. Cuando decidió hablar con el entonces rector del Seminario, recuerda que su denuncia fue recibida con una frase que lo marcó: “Pobre Hernán, pobre Hernán”. El proceso interno, dice, no condujo a una protección efectiva ni a una resolución reparadora. Aunque una investigación eclesiástica encontró a Ilarraz “culpable de los hechos”, el sacerdote continuó ejerciendo. “Fue muy débil esa justicia eclesial o no fue directamente justicia”, sentencia.
La decisión de acudir a la Justicia Penal llegó recién en 2012, impulsada por un sacerdote de confianza y por el impacto del informe periodístico publicado por la revista ANÁLISIS.“Me sentí reflejado”, afirma, reconociendo aquel momento como un quiebre liberador. La exposición pública, lejos de victimizarlo nuevamente, le permitió comprender que su historia ya no estaba sola: “Sabía que ya no iba a estar solo. Que alguien me había abrazado”.
El proceso judicial concluyó con una condena, pero la pena quedó extinguida por prescripción. Aun así, Rausch subraya la dimensión moral: “Ilarraz quedó libre, pero con culpabilidad. Y a esa condición no se la va a sacar nadie”. En paralelo, la decisión del papa Francisco de reducir al abusador al estado laical constituyó para él “haber ganado esa lucha”.
Sin embargo, su tránsito no quedó anclado en el dolor. Su vida espiritual -que nunca abandonó- lo llevó a un intenso proceso de sanación personal a través de retiros ignacianos. Allí aprendió a recorrer un camino interior de reconocimiento, purificación y resurrección simbólica. Hoy afirma, con una serenidad conmovedora: “Yo perdoné”. Pero, aclara con precisión teológica y humana: “Perdonar no es olvidar. Perdonar es una cosa del corazón de uno mismo”.
El testimonio de Rausch es, sobre todo, un llamado a romper silencios. Su frase final condensa el sentido de todo su camino: “El punto de partida es ponerse uno mismo frente al espejo y decir: a mí me pasó. Reconocerlo es clave”. Su historia no solo interpela a la Iglesia y a la Justicia, sino también al conjunto de la sociedad: entender que la verdad, la memoria y la reparación no son actos individuales, sino responsabilidades colectivas.
- ¿Fue suya la decisión de ingresar al Seminario o fue enviado por su familia?
-Era costumbre de las familias mandar a los chicos al internado y, sobre todo, creo que la base de las aldeas era la fe católica que tenían, sobre todo la fe mariana. Eran muy, muy creyentes. Entonces,cuando se conformaban las familias, siempre el anhelo era tener un hijo sacerdote. Tengo un hermano mayor que ingresó al Seminario y hoy es sacerdote. Creo que justamente por esa experiencia de él de haber ido al Seminario, optaron también por enviarme a mí.
- Las familias entregaban lo mejor que tenían a la Iglesia y por eso confiaba sus hijos. Y esa relación fue quebrantada.
-Exactamente. Es decir, la formación que habían realizado en la familia, la catequesis, del Rosario diario, ellos pensaban dónde enviar al hijo para continuar con esas catequesis familiares. ¡Qué mejor lugar que un Seminario! Amén de haber tenido o no vocación sacerdotal, era la conformidad de una casa espiritual de contención para seguir esa formación, ese anhelo.
- ¿Qué edad tenías?
-Se ingresaba con 12-13 años. Yo lo hice al finalizar la Escuela Primaria. Para esa época era séptimo grado. Y hacíamos la secundaria como internado. Teníamos una salida al mes, en alguna ocasión dos, por ejemplo, para Pascuas o de vacaciones de invierno. Y en el verano teníamos vacaciones en casa y en febrero ya nos íbamos de campamento a Molinari, provincia de Córdoba, por la zona del Valle Pumilla: ahí tenían un lugar dondeacampábamos entre 10 y 15 días.
- ¿Cuándo ocurrieron las situaciones de abusos perpetradas por el cura Justo José Ilarraz?
-Comenzaron en segundo año. En primer año Ilarraz observaba a la familia; porque siempre fijaba la vista o la intención en aquellas familias que eran algo más vulnerables. Entonces, como que en el primer año él observaba a los chicos, su dinámica, su comportamiento.
-Él tenía un modus operandi…
-Creo que sí… a la altura que ingresé, él ya estaba ejerciendo como Prefecto de Disciplina. Él ya tenía sus años de experiencia como Prefecto. Entonces, creo que durante mi primer año él observó.
(Más información en la edición gráfica de la revista ANALISIS, edición 1167, del día 18 de diciembre de 2025)


