Por Antonio Tardelli (*)
Estirando el brazo, la palma de la mano hacia arriba, la portera de la escuela confirmó: “Llueve”. Lo mismo pudo comprobar el celador, o el cocinero, de ese establecimiento de Paraná. O de otro. O de algún colegio de otra ciudad entrerriana.
Advirtieron que llovía, la palma de la mano húmeda, no cuando salieron hoy de sus domicilios rumbo a la escuela recuperada.
Rumbo a la escuela semipresencial.
Advirtieron que llovía adentro mismo de la escuela.
Estiraron los brazos, las palmas de las manos hacia el cielo, y se aseguraron: “Llueve”.
Estaban adentro de la escuela. Al lado de un pupitre. En el interior de un aula.
Y una gota, y otra gota, y otra más.
Y luego un hilo de agua. Otro.
Y después un chorro. Las techos de las escuelas se llovieron mucho. Muchos chorros.
Por una vez las redes sociales sirvieron para lo que pueden servir y por un instante la noticia se democratizó.
Celulares en mano, improvisados cronistas anoticiaron a sus conciudadanos de que llovía, y a cántaros, en el interior de algunas escuelas paranaenses.
Muestran las imágenes que la lluvia cae en el corazón de la Escuela Scalabrini Ortiz, a la que alguna vez bautizaron La Pecera aunque no porque se pensara entonces que un día como hoy sería buen refugio para un cardumen extraviado.
O en la Escuela del Centenario.
Sucedió hoy, jueves 4 de marzo, primera semana de la escuela recuperada.
Por la mañana, en otro lugar, algunos periodistas le preguntaron por lo sucedido al gobernador Gustavo Bordet.
Contestó el primer mandatario: “Es que llovió mucho”.
Era cierto.
Ocurre que desde las cavernas para acá el ser humano ha procurado sitios donde guarecerse.
Donde protegerse. Donde estar a salvo de las inclemencias naturales.
Los techos se inventaron hace mucho y los buenos ingenieros perfeccionaron su uso.
El antecedente no le cuadra a la Argentina y a la Entre Ríos de este tiempo, que además de haber tenido todas las vacaciones de verano para poner a punto sus establecimientos contó con la malhadada contribución de una pandemia que literalmente desalojó las aulas en marzo del año pasado.
Lo que se verificó hoy en aulas de Paraná, aulas regadas a baldazos, no se llama lluvia ni aguacero ni chaparrón.
Se llama desinversión.
Hace diez años que en Entre Ríos se desploma la inversión gubernamental en materia de obra pública.
Desde 2010 para acá las administraciones provinciales invierten cada año menos de lo invertido el año anterior.
En esos diez años argentinos, de 2010 a 2020, gobernaron el país dos fuerzas políticas diferentes: seis años el kirchnerismo y cuatro años el macrismo.
En el mismo período gestionó Entre Ríos una única fuerza política: el justicialismo.
Menos preocupados por el bien común que por su rol de contratistas del gobierno, con las cifras en la mano los empresarios de la construcción han denunciado la persistente caída de la inversión pública.
En cinco años, entre 2015 y 2020, la actividad perdió en Entre Ríos más de seis mil puestos de trabajo.
Eso quiere decir que el declive de la obra pública, y de la construcción en general, acabó con el 5 por ciento del empleo remunerado y registrado en la provincia de Entre Ríos.
Según un informe de la delegación local de la Cámara Argentina de la Construcción (CAC), la disminución de la actividad ha seguido en la provincia un derrotero paulatino y continuo.
Una comparación es contundente: si en 2012 el gobierno de Entre Ríos invirtió 16 mil millones de pesos en obra pública siete años después, en 2019, invirtió (a valores constantes) 5.800 millones.
O sea: destinó al rubro apenas una tercera parte de lo que había destinado siete años antes.
En función de lo sucedido hoy en escuelas de Paraná conviene preguntarse si al momento de invertir el gobierno lo hizo en nuevas obras o si se limitó a remodelar edificios en uso.
La respuesta es concreta: menos del 30 por ciento del presupuesto fue para levantar nuevas obras.
El resto fue para ampliar, mantener, remodelar y reparar.
Elaborado hace ya varios meses, el documento de los empresarios contiene un párrafo que frente al diluvio escolar suena hoy a exacto vaticinio: “Podemos asegurar que Entre Ríos no está realizando las inversiones mínimas requeridas para mantener la infraestructura actual”.
Los números siguen diciendo cosas.
Hace siete años, el gobierno de Entre Ríos invertía en obra pública 13 mil pesos por habitante.
En 2019, cinco años después, invertía poco más de 4 mil pesos por ciudadano.
La educación, que hoy por televisión paseó su desamparo, está como está pese a ser el segundo rubro en que más invierte el gobierno.
Viene detrás de Rutas y Caminos y antes de Energía.
Sin embargo, el agua corre entre los pupitres porque cada año Entre Ríos invierte en educación cien millones de pesos menos que en el ejercicio anterior.
Durante 2010 se realizaron erogaciones en educación por la suma de 2.572 millones de pesos.
En 2019, apenas, 1.022 millones.
¿Escuelas nuevas? ¿O edificios reparados?
La mayoría de los recursos fueron destinados a reparar: 55 por ciento contra 22 por ciento.
Pero además (el presupuesto propone y Dios dispone), y de manera inexorable, lo que efectivamente se gasta en materia de obra pública es menos de lo que se proyecta a principios de año.
En el medio, pasan cosas.
Los números son elocuentes. Fríos. Categóricos.
Los recursos, se sabe, son siempre escasos.
Y las necesidades, múltiples. Diversificadas. Crecientes.
Pero la asignación de fondos define como nada, como ninguna otra cosa, las prioridades que un gobierno se impone a sí mismo.
En sus análisis y en sus dilemas, los gobernantes de Entre Ríos han decidido que la obra pública sea una variable de ajuste.
Una partida por donde se puede economizar.
Aquella decisión no luce hoy como una determinación acertada.
Los gobernantes habrán tendido sus razones para hacerlo así y no de otro modo.
Tal vez optaron por lo que, creían, era el menor de los males.
Lo que no se puede ahora, tras aquella opción que comenzó a materializarse hace una década, es llorar sobre el agua acumulada y protestar por lo que desde arriba va tirando San Pedro.
Tal vez la próxima vez, y comprobando palmas hacia arriba que adentro de las aulas llueve tanto como afuera, la portera o el celador ya no digan: “¡Qué chaparrón!”.
Podrían pensar, en cambio: “¡Cuánta desinversión!”.
(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS.