Federico Falco ganó la segunda edición del Premio Fundación Medifé-Filba

El fallo se conoció el martes por la tarde en la terraza de la editorial y librería Eterna Cadencia.

"Los llanos" es una novela sutil sobre una ruptura amorosa, y está protagonizada por un escritor que se retira al campo a vivir en compañía de la naturaleza, los recuerdos y los libros; había sido finalista del Premio Herralde en 2020. El fallo se conoció el martes por la tarde en la terraza de la editorial y librería Eterna Cadencia.

Terminó el suspenso. El martes por la tarde, en la terraza de la editorial y librería Eterna Cadencia se anunció el título de la novela ganadora de la segunda edición del Premio Fundación Medifé-Filba. Los llanos (Anagrama), del cordobés Federico Falco (General Cabrera, 1977), se impuso a las demás finalistas: Amado señor, de Pablo Katchadjian; Confesión, de Martín Kohan; Maratonista ciego, de Emilio García Wehbi, y No es un río, de Selva Almada. El jurado compuesto por Sergio Bizzio, Vera Giaconi (en reemplazo de María Moreno) y Claudia Piñeiro eligió la novela ganadora. Falco recibirá 500.000 pesos de premio; según trascendió, se enteró “en vivo” de que había ganado. “Gracias, ya era un honor estar en la lista de finalistas -dijo Falco esta tarde-. Mucha gente me escribió sobre la novela desde su lanzamiento, sobre lo que había perdido en estos años”. Los llanos, que había resultado finalista del Premio Herralde en 2020, es una novela que aborda el duelo del personaje narrador tras la ruptura con Ciro, su pareja.

Federico Falco nació en General Cabrera, provincia de Córdoba, en 1977

Rodrigo Néspolo/archivo

“La novela intenta explorar ciertas tensiones entre arte y vida, entre las historias que inventamos o imaginamos y lo que nos sucede, entre las historias que leemos y lo que vivimos -dijo el autor a LA NACION un año atrás-. El personaje está obsesionado con la forma de los relatos y, al mismo tiempo, está descolocado porque de pronto su vida se desarmó y no siguió el hilo del relato que él había imaginado para sí mismo. Eso lo pone en crisis, no solo con su propia vida, sino también con su escritura. De ahí ese reflexionar sobre el escribir, sobre la forma de las historias, sobre los efectos que los relatos tienen sobre nosotros. Es una novela sobre leer y sobre escribir: la lectura es compañía pero también lugar de encuentro. Lo que leemos y escribimos tiene efecto en nosotros”.

A diferencia de algunos críticos, los tres integrantes del jurado coincidieron en que Los llanos es una novela de gran sutileza. “De belleza inusual, que el dolor por el duelo amoroso no empaña sino realza -destacó Claudia Piñeiro, que leyó el fallo en el acto de premiación-. Y ese amor, que no termina de apagarse, se toma el tiempo que necesita para cicatrizar heridas; un tiempo magistralmente reflejado en esta ficción a través de la evolución de la naturaleza que rodea al protagonista y la huerta que cuida”. Para la autora de Catedrales, se trata de “una novela donde el lector entra y quiere quedarse, a pesar del dolor, porque Falco consigue describir un mundo al que uno puede ir a sanarse”.

Además de considerarla “sutil, hermosa y conmovedora”, Sergio Bizzio señaló que Los llanos es “una novela de lo mínimo y de lo inabarcable, de lo que se dice y de lo que se calla, de lo consciente y de lo insondable”, que “consigue algo más que capturarte de entrada: que te detengas, que paladees, que no te apures”.

Para Vera Giaconi, Falco ofrece al lector la experiencia de contemplar. “Vemos los eucaliptos rompiendo la línea del horizonte, vemos los flashes del amor que ya no es, vemos los zapallos, las lechugas, las hierbas aromáticas creciendo a pesar de todo, vemos a su protagonista poniéndole el cuerpo al paisaje y a los climas, pero también lo vemos refugiándose a veces, agotado por el esfuerzo de intentar controlar lo incontrolable -remarcó-. Con una trama mínima, con mucha paciencia y belleza, con honestidad y hondura, Federico Falco nos transporta y hace posible que nos dejemos habitar por el paisaje y por el tiempo de Los llanos”.

Los organizadores del premio informaron que este se había fortalecido luego del “complejo contexto” de 2020, en que la producción editorial se derrumbó un 40% respecto de 2019. En el cierre de la convocatoria de este año, en abril, se habían recibido 204 novelas de 120 editoriales de más de doce provincias. En esta ocasión y a diferencia del año anterior, en que resultó ganadora la primera novela de un autor aún poco conocido (Juan Pablo Pisano) publicada por el sello rosarino Baltasara, el premio de 2021 fue para un libro de un grupo editorial trasnacional.

El 14 de julio se había anunciado la lista de diez novelas semifinalistas donde, además de las ya mencionadas, aparecían obras de Gustavo Ferreyra, Marina Yuszczuk, Pablo Farrés, Ariel Luppino y Maru Leonhard. El 12 de octubre se conoció la lista de las cinco finalistas.

Falco estudió Agronomía algunos años. Luego se mudó a la ciudad de Córdoba, donde se graduó en Ciencias de la Comunicación. Es autor de una hermosa novela corta, Cielos de Córdoba, y de varios libros de cuentos, como 222 patitos, La hora de los monos y Un cementerio perfecto. Dirige la colección de cuentos de la editorial cordobesa Chai. En 2009 recibió una beca de la New York University y el Banco de Santander para realizar un MFA en Escritura Creativa en Español en NYU. Durante 2012 participó del International Writing Program de la Universidad de Iowa.

Así empieza la novela ganadora:

ENERO

En la ciudad se pierde la noción de las horas del día, del paso del tiempo.

En el campo es imposible.

Los ruidos del atardecer, los pájaros mientras se acomodan en sus ramas, los gritos de las loras, el chillar de los chimanguitos, el batir de alas de las palomas. Después, de pronto, calma y silencio. Se oye orinar a una vaca, un chorro grueso que repiquetea en la tierra. Otra vaca muge, lejos. El llamado de un toro, más lejano todavía. Los ladridos de algunos perros. El cielo de una noche sin luna, sin estrellas. Es hora de irse adentro. La luz blanca del zumbar del fluorescente. Preparo la cena, me doy un baño. El agua borra el sudor del día, olor a jabón barato, a limpio. Por más que me esfuerce, debajo de las uñas quedan pequeños grumos de tierra negra. Leo sentado junto a la lámpara, los bichos zumban del otro lado del tejido mosquitero.

Sapos en la galería, algún pájaro que se remueve en su rama, un tero que grita.

Afuera todo es oscuro y sin formas. La luz es cálida y suave en la cocina. En la quietud, una sensación de protección, de refugio. El ronronear del motor de la heladera.

Refresca. El silencio en la madrugada es al mismo tiempo denso y cristalino. Nada se mueve, no hay viento. Es un silencio total. No se escuchan autos, ni torear a ningún perro. Lo único, a veces, es el golpear en la tierra de las pezuñas de alguna vaca, que se acomoda y cambia de pata el peso de su cuerpo.

Parece un bloque el silencio. Si hay algo que se mueve lo hace con sigilo, con tanta prudencia que es imposible escucharlo, repta, se arrastra, escarba, cuida cada uno de sus movimientos.

Amanece. Los primeros son los pájaros, apenas la oscuridad se aclara un poco sobre el horizonte. Los gritos usuales, el embrollo que sube a medida que la luz se hace más naranja y más fuerte. Ni bien el sol ya está lo suficientemente alto como para que sus rayos se cuelen traslúcidos y parejos por entre las ramas de los árboles, aparecen las abejas. Zumban pesadas alrededor de las flores y el pasto. Las moscas, los moscardones. A medida que el calor aprieta, las vacas se azotan las ancas con la cola para espantarlas o hacen temblar el cuero.

La lucha con los insectos, con lo salvaje, con lo que viene de afuera: cosas que en la ciudad por lo general no pasan. Después de un tiempo, no queda otra salida más que rendirse: convivir con las moscas, con las chinches, con los tábanos, con las ranas que una y otra vez, siempre que pueden, se pegan a la puerta y se cuelan a la cocina.

Por: Daniel Gigena / La Nación

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