¿Y si no le pagamos al Fondo?

La deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI), producto del mayor crédito que haya entregado jamás ese organismo multilateral a un país en sus 77 años de historia, se instaló como el eje central de la política argentina la noche de las elecciones de medio término donde el peronismo cayó derrotado ante la misma fuerza que la contrajo.

Aunque en los inicios de la campaña ignoró el debate y después insistió en que no se apuraría a pactar con el FMI por las condiciones que le exigen a cambio, Alberto Fernández no esperó siquiera a que se terminaran de contar los votos para anunciar el envío al Congreso de un plan plurianual que sirva como base para el nuevo acuerdo con el Fondo.

La meta oficial es cerrar ese acuerdo lo antes posible. Quedará en el plano testimonial la “querella criminal” que el propio presidente anunció en marzo para determinar si el préstamo se tomó en condiciones fraudulentas. También el pedido de informes sobre la acelerada fuga de esos dólares prestados, que aprobó en 2020 la Comisión Bicameral de Seguimiento de la Deuda, y el lapidario estudio que publicó como respuesta el Banco Central, publicó el periodista Alejandro Bercovich en la revista Crisis.

Hubo desafíos internos, como cuando en mayo el Senado instó al Ejecutivo, por iniciativa del kirchnerismo, a que los Derechos Especiales de Giro (DEGs) que repartió el Fondo para la reconstrucción post COVID "se apliquen a financiar políticas tendientes a resolver los graves problemas derivados de la pandemia" y "no al pago de intereses ni de capitales adeudados”, como finalmente ocurrió. Pero dos días después de que el jefe de Gabinete Juan Manzur les jurara a empresarios que la Rosada persigue el entendimiento “por todos los medios”, y mientras se prepara el decisivo debate parlamentario, la propia Cristina Kirchner renunció por carta a acaudillar la resistencia contra el condicionamiento permanente del FMI y sus recetas de ajuste fiscal, devaluación, desregulación, primarización y flexibilización de la economía.

El verano del regreso de los tecnócratas de la calle 19 es el mismo en que se cumplen dos décadas del estallido popular de 2001 y el país navega otra vez una crisis social aguda, maniatado por una deuda impagable. Lo que hoy brilla por su ausencia es la movilización que a comienzos de siglo acicateaba la imaginación política de la dirigencia y que, a los empujones, default y supersoja mediante, abrió el período de crecimiento más prolongado y mejor distribuido que haya vivido esta generación: el sexenio 2003-2008.

¿Por qué Fernández siempre se espantó ante la perspectiva de ser el presidente del default, pero no el que se resigna a volver a cogobernar con el Fondo? ¿Tan lejos quedó en la memoria del sistema político los fracasos de los veintitrés acuerdos previos, entre 1956 y 2018, con el empobrecimiento y el atraso que trajeron aparejados? ¿Son peores las calamidades que auguran a coro ortodoxos y oficialistas si el país no se aviene otra vez a las reglas de Washington? ¿No repartiría mejor el costo inevitable de la crisis poner en tensión esas reglas, en la medida en que quienes más se beneficiaron por el endeudamiento están perfectamente identificados y son quienes más tienen para perder? ¿Hasta dónde se podía aprovechar la pandemia para cuestionar al menos la mitad de la deuda que contrajo Macri, concedida en violación de los propios estatutos del FMI? ¿Qué llevó a Adolfo Rodríguez Saá, veinte años atrás, a hacer un anuncio que toda la dirigencia aplaudió entonces, pero nadie reivindica hoy? ¿Es acaso el default una perspectiva política válida, aun si ninguno de los protagonistas del poder parece dispuesto a jugar en los márgenes como hicieron el puntano aquel fin de año turbulento de 2001 con los acreedores privados, y Néstor Kirchner entre 2004 y 2006 con el propio Fondo, cuando primero suspendió el acuerdo stand-by que había heredado y después vació las arcas del Banco Central para pagarle y deshacerse de su tutela?

Senderos que no se bifurcan

El programa que delinearon en privado Martín Guzmán y Kristalina Georgieva establece un sendero de reducción del déficit fiscal, una restricción creciente a la asistencia monetaria del Banco Central al Tesoro, y una meta de reducción de la brecha entre el dólar oficial y los paralelos, lo cual a lo largo de la historia se alcanzó siempre con devaluaciones en el mercado oficial.

Es ortodoxia pura y dura, aun cuando se administre en dosis no letales. Aplicarlo llevaría deliberadamente a un menor crecimiento de la actividad y va a constreñir las perspectivas de una redistribución del ingreso que compense (al menos en parte) el impacto regresivo de la pandemia y del desbarranque de Cambiemos. Con la tesis del mal menor, el ministro de Economía argumentó días después de las elecciones que “el impacto en el bolsillo de los argentinos ya está, porque justamente está el Fondo en la Argentina”. La refinanciación, a su juicio, abre una ventana de tiempo para que el país se estabilice. Hay plena coincidencia con el FMI en este punto: el plan, tal como suelen admitir sus propios técnicos, no son de crecimiento sino de estabilización.

El problema es que la deuda es de tal magnitud que Argentina no está en condiciones de reunir lo necesario para pagarla en los plazos que exige el Fondo en ningún escenario. Ni los más optimistas apuestan a que, cuando venza el plazo de gracia de cuatro años y medio que ofrece su staff, el país estará en condiciones de afrontar la corriente de pagos de entre 12 y 16 mil millones de dólares anuales que requerirá la confluencia de vencimientos de los títulos canjeados a los bonistas privados en 2020 y las cuotas del salvataje fallido de Donald Trump a Mauricio Macri. El supuesto tácito es que todo podrá patearse para adelante cuando llegue el momento, y que incluso el propio Fondo Monetario va a crear nuevos planes de refinanciación a plazos mayores, que ofrecerá a Argentina cuando sean aprobados. Pero es imposible saber hoy bajo qué condiciones.

Lo que a simple vista parece curioso es que esa supuesta solución, cortoplacista e incierta por donde se la mire, sea reclamada también por los dueños de la Argentina como la llave para despejar la incertidumbre que hoy frena las inversiones, las decisiones de consumo y la creación de empleos. Del mismo modo que abrazó el plan económico de Macri, aun cuando imprimió quebrantos inéditos en los balances de las principales empresas y hundió su valor, el establishment criollo le reclama al Gobierno un “plan económico creíble” y un inmediato acatamiento de las directivas del FMI. Lo hace con la misma diplomacia que el designado embajador estadounidense en Buenos Aires, Marc Stanley, que comparó el país con un colectivo al que no le funcionan las ruedas. Pero no le preocupa que el famoso plan tenga fecha de caducidad en dos o tres años y que todos los anteriores programas del Fondo hayan terminado mal.

Ese empecinamiento se entiende mejor mirando los stocks que los flujos. El enfriamiento de la economía que vuelve a prescribir Washington, similar al que combatieron Roberto Lavagna y Néstor Kirchner durante todo 2004, no afectaría a todos los argentinos y argentinas por igual. El 1% más rico tiene su patrimonio dolarizado y en gran medida en el exterior, a salvo de los vaivenes locales. La receta ortodoxa cristalizaría por muchos años la foto distributiva actual, resultado de la violenta transferencia de recursos y riqueza a favor de esa misma élite que generó la devaluación del peso en la segunda mitad del mandato de Macri. Una transferencia que el Frente de Todos prometió revertir y –COVID mediante– no pudo, no quiso o no supo.

El Gobierno intentó abreviar el necesario debate democrático sobre el endeudamiento y evitó someterlo a la voluntad popular, algo que podría haber hecho dada la excepcionalidad de la crisis que generó Macri y la contundencia del triunfo peronista en 2019. Primero demoró la firma y mantuvo todas las negociaciones en secreto hasta las elecciones. Después –sobre los hechos consumados– adujo que la única alternativa al acuerdo es el default, lo cuál implicaría una ruptura con el FMI (y sus 189 socios, o sea con el resto del planeta) y un desafío político al G-7 imposible de sostener en un momento de fragilidad macroeconómica.

Algunos funcionarios se prestan incluso al chantaje ideológico que desplegó el neoliberalismo desde Margaret Thatcher y se vio potenciado después con la caída del Muro de Berlín: su mantra es que “no hay alternativa”. Off the record, los más honestos y experimentados admiten que sí había opciones, pero requerían una estrategia política doméstica y diplomática desde el momento de la asunción que no fue la que orientó a la gestión del Frente de Todos. Debatir si esa estrategia alternativa era (¿es?) políticamente viable resulta lo más interesante, de cara a la próxima crisis.

Alternativas lo que se dice alternativas

Por empezar, quienes esgrimen resignados que nunca ningún país dejó de pagarle al Fondo ocultan deliberadamente que tampoco el organismo le prestó jamás a una sola nación un monto semejante, en abierta violación a su convenio constitutivo (artículo VI, sección 1-a), que establece que “ningún país miembro podrá́ utilizar los recursos generales del Fondo para hacer frente a una salida considerable o continua de capital”.

Esa transgresión está profusamente documentada en el informe Mercado de cambios, deuda y formación de activos externos, 2015-2019, que publicó el Banco Central en mayo de 2020. Ahí se especifica que “entre mayo de 2018 y hasta que fueron establecidos los controles cambiarios más estrictos en octubre 2019, del total pautado con el FMI llegaron a desembolsarse cerca de U$S 44,5 mil millones. Estos fondos junto a las reservas internacionales, abastecieron una fuga de capitales del sector privado, que alcanzó los U$S 45,1 mil millones, una salida de capitales especulativos por U$S 11,5 mil millones y los servicios de la deuda (pública y privada) por U$S 36,9 mil millones”. Los beneficiarios están identificados e incluso fueron dados a conocer en una filtración de datos, nunca desmentida oficialmente, que publicó en su portal el periodista Horacio Verbitsky.

Tampoco es cierto que no existan antecedentes de impagos, al menos parciales y temporarios. Entre 1975 y 2015 hubo treinta países que incumplieron sus pagos comprometidos ante el Fondo, con un pico de incidencia en las décadas del 80 y 90. La mayoría fueron naciones africanas y centroamericanas de mucho menor porte que Argentina, excepto Perú que se mantuvo en atrasos (arrears) entre 1985 y 1993. En 2004, sin entrar en esa categoría, Kirchner y Lavagna suspendieron las relaciones con el Fondo acusándolo de boicotear la renegociación de la deuda privada que se había puesto en marcha el año anterior. Su director gerente, Rodrigo Rato, años más tarde preso en España por corrupto, llegó a volar a Buenos Aires para exigir que el país cumpliera con sus exigencias, entre las que se destacaban la privatización del Banco Nación, el aumento de tarifas para las privatizadas, una mejora en la oferta a los acreedores privados, una nueva ley de coparticipación y un superávit fiscal mayor al 3% del PBI que ya se había logrado. El santacruceño rechazó todas esas condiciones, siguió cubriendo intereses y aplazando los pagos de capital, y en enero de 2006 pagó con reservas la deuda de U$S 9.530 millones para evitar toda auditoría del staff sobre la economía local.

El economista Daniel Kostzer, creador por esos años del Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados desde su despacho en el Ministerio de Trabajo y veterano técnico de distintos organismos multilaterales, considera que todavía existe espacio político para proponer hoy un pago en cuotas, ajustado a las normas habituales del FMI y a 10 años, pero no por el total sino por la porción de la deuda que le correspondía a la Argentina en función de su cupo. O sea, por unos U$S 22 mil millones. “La negociación por el resto puede correr por canales separados, y durar mucho más tiempo, con la posible asistencia de aquellos países que apoyaron una medida fuera de reglamento para apoyar una determinada gestión, y de dudosa legalidad administrativa en su trámite”, sostiene el especialista ante crisis. “Eso mostraría cierta vocación de pago y una planificación de erogaciones (sin duda gravosas pero atendibles y justificables), a la vez que se politiza la porción contenciosa”, agrega.

Mostrar voluntad de pago es clave para evitar represalias multilaterales como las que agitan inmediatamente los partidarios locales de la capitulación incondicional. La estrategia legal para cuestionar parte de la deuda no puede contradecir la resolución 69 de la ONU, que suscribió y convirtió en ley Cristina Fernández de Kirchner antes de entregar el poder en 2015, que contiene nueve principios básicos para las reestructuraciones de deuda pública.

El principio de la sostenibilidad establece que “deben realizarse de manera oportuna y eficiente y crear una situación de endeudamiento estable en el Estado deudor, preservando desde el inicio los derechos de los acreedores y a la vez promoviendo el crecimiento económico inclusivo y el desarrollo sostenible, minimizando los costos económicos y sociales, garantizando la estabilidad del sistema financiero internacional y respetando los derechos humanos”.

Estados Unidos se muestra reacio a tratar la deuda argentina de modo excepcional, como sí hizo al autorizar en el directorio del Fondo los desembolsos fuera de regla por parte de Christine Lagarde para el gobierno anterior. Por su peso en el directorio (16,5% de los votos), el Tesoro norteamericano tiene poder de veto sobre todas las decisiones importantes, que requieren que el 85% esté de acuerdo.

Otras voces de la periferia frentetodista impulsan un cambio de acreedor: que China adelante el dinero para pagarle al Fondo y establezca sus condiciones para el repago a plazos sin las condiciones de Washington. Esto exigiría incrementar las exportaciones hacia el segundo cliente del país (detrás de Brasil), que hoy representan apenas un 10% del total, e implicaría un choque frontal con Estados Unidos, embarcado en un conflicto económico-tecnológico-militar con la potencia escolta desde hace al menos dos décadas. “Si China pagara el total de la acreencia del FMI con Argentina y a cambio nuestro país se comprometiera a exportar entre 4 y 6 mil millones de dólares anuales por encima de lo que hoy vende, a partir de una lista definida por consenso, con participación y compromiso de empresas de capital nacional, nuestro país podría cancelar la deuda contraída con China en una década”, propone el ingeniero Enrique Martínez, titular del Instituto Nacional de Tecnología IndustriaI (INTI) durante el tercer gobierno kirchnerista.

La salida china también fue impulsada públicamente por Gerardo Ferreyra, dueño de Electroingeniería y principal socio local de los capitales de ese país, con los cuales co-gestiona la construcción de dos grandes represas en Santa Cruz. Ferreyra lo hizo extensivo a Rusia, cuya economía no tiene los excedentes ni el tamaño de la de Xi Jinping, pero que comparte con Beijing una asociación estratégica y energética y, sobre todo, el desafío geopolítico a Estados Unidos.

El plan tiene dos debilidades. Primero, que China ya le presta dinero a la Argentina mediante un swap de monedas. Es dinero en yuanes, que cuenta como parte de las reservas del Banco Central, pero por el cual empezaría a pagar un 7% de interés anual si la autoridad monetaria quisiera cambiarlo a dólares. No está claro por qué prestaría ahora a una tasa inferior salvo que lo hiciera solo para provocar a Washington, lo cual tampoco dejaría a la Argentina en una posición cómoda. Segundo, China compra principalmente oleaginosas, cereales y combustibles, y no parece que pueda expandirse demasiado la producción de esos bienes en la próxima década. Pero tampoco están claras otras dos cosas: que China quiera embarcarse en una aventura así (sus inversiones en infraestructura, de hecho, tienen cláusulas de cross-default que exigen no dejar de pagar deudas a acreedores multilaterales) y que una asociación de ese tipo sea deseable para la Argentina, dado el carácter semicolonial de las relaciones que estableció el gigante asiático con los países africanos donde invirtió sumas gigantescas en los últimos veinte años, casi siempre a cambio de acceso a materias primas, con maquinaria y personal especializado que envía desde su país, sin transferencia tecnológica ni lazos de cooperación que hayan elevado el nivel de vida de los países anfitriones.

Cucos lo que se dice cucos

Si algo requeriría cualquier intento geoestratégico de torcer la actual relación de fuerzas adversa es una coordinación con otros deudores, algo a lo que renunció el Frente de Todos apenas asumió. Países como Egipto, Ucrania y Turquía, también endeudados con el FMI aunque en menor proporción, no fueron siquiera consultados por las autoridades. Las recorridas por Europa y las peregrinaciones al Vaticano en busca de apoyos para morigerar el peso de la deuda, no sirvieron para alcanzar ninguno de los dos objetivos que se propuso el Gobierno: extender los plazos de la refinanciación y reducir los sobrecargos para países endeudados por encima de su cuota máxima.

En el plano local, impugnar el desembarco del organismo financiero que Estados Unidos moldeó en la posguerra para pintar con un barniz humanitario y colaborativo su hegemonía sobre todo Occidente, también requiere concientizar y movilizar a la población en torno a objetivos soberanos de largo plazo, pero no está claro que sean compartidos por toda la coalición gobernante. No solo implicaría desafiar a Washington sino a sus socios locales, quienes militan en distintas coaliciones políticas y no únicamente en el macrismo. Basta con ver la lista que publicó Verbitsky de quiénes compraron los dólares baratos que pidió prestados Macri y que ahora se le exigen al país en plazos perentorios.

Pero aun sin club de deudores ni investigación sobre la legitimidad y los beneficiarios de la deuda, la posición argentina no es tan débil como postulan quienes se disponen a rendirse sin pelear. La mayoría de las calamidades que auguran son exageradas y soslayan tanto el costo de hacer lo contrario como la experiencia acumulada. Mucho peor: la heterodoxia cautelosa de Guzmán y Fernández dejó pasar la oportunidad excepcional que ofreció la pandemia, especie de guerra mundial para esta generación, que habilitó infinidad de rupturas de cuanta regla inquebrantable haya imperado antes, desde la disciplina fiscal hasta el derecho a la reunión o la libertad de tránsito.

Repasemos uno a uno esos cucos:

¿Se cortaría el flujo de préstamos de otros organismos multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo, el Banco Mundial y la Corporación Andina de Fomento? Sí, pero ¿cuánto es eso? Cerca de U$S 5.000 millones anuales, que financian programas sociales y subsidios productivos. Nada que no pueda compensarse con intereses que se dejen de pagar al FMI y mejores controles sobre la evasión en el comercio exterior. El stock de deuda con esos multilaterales, del orden de los U$S 20.000 millones, no es inmediatamente exigible y tampoco hace falta desconocerlo.

¿Argentina perdería acceso al mercado voluntario de crédito? Ya lo perdió Macri en 2018 y por eso acudió al Fondo. La canilla permanece cerrada desde entonces. Y las empresas argentinas ya están tan penalizadas por ese sobreendeudamiento que la confrontación con el Fondo no alteraría su situación. Tampoco es cierto que el daño reputacional bloquearía cualquier crédito por décadas. En todo caso, eso ya está pasando pese a los intentos de hacer los deberes.

¿Se dispararía el dólar oficial? No necesariamente. Los términos del intercambio están entre los mejores de las últimas dos décadas. El control de cambios estricto que fijó el propio Macri antes de ceder el poder, ya derrotado, podría perfeccionarse para racionar el uso de las divisas que seguirán siendo escasas. Habrá más brecha con el dólar en el mercado negro, pero no tiene por qué convertirse en devaluación. La demanda para cobertura seguirá, pero el tope de 200 dólares para ahorrar está ahí y nadie se murió. El Gobierno debería esmerarse en ofrecer instrumentos de ahorro en pesos, para lo cual debería combatir la inflación con un plan heterodoxo integral y de largo plazo.

¿Habría juicios y embargos? Sí. Pero como dice Claudio Katz, el monto de los activos embargables es bajo en comparación con los pagos demandados. El país ya transitó una hostilidad de ese tipo con los fondos buitres y lo máximo que sufrió fue la inmovilización de la Fragata Libertad.  

¿Argentina sufriría un boicot comercial de sus compradores? ¿Por qué China dejaría de comprar soja o carne, si compra la que le vende cualquier proveedor? Pero además ¿acaso llegaron al país los U$S 23.000 millones de superávit comercial acumulados durante la gestión Fernández? No, porque entre otros destinos, los consumió el propio pago de deuda. ¿No sería mejor usarlos para comprar máquinas e insumos y mejorar la productividad? ¿No podrían mejorarse los controles fronterizos y aduaneros para evitar la evasión y la subfacturación?

Las consecuencias de las cesaciones de pagos precipitadas y accidentadas, habitualmente asociadas a colapsos bancarios y bruscas devaluaciones, siempre recayeron sobre los segmentos más vulnerables la población. Los mismos que sufren los ajustes como los que siempre impuso el Fondo Monetario, incluso en los programas que firmó durante la pandemia. Una suspensión de pagos y una discusión democrática de los términos fraudulentos en los que fue contraída esta deuda impagable, en cambio, puede encararse de modo planificado para ahorrarnos parte de esas penurias. Descartar ambas alternativas no es ser racionales y “evitar locuras”, como corean quienes protegen los intereses de la élite y se resignan a la tutela de Washington. Es una decisión política.

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