Errores “infrahumanos” e hipocresía

misil

Por Luis María Serroels
Especial para ANÁLISIS

La hipocresía suele traspasar límites inconcebibles no siempre posibles de mantener en el tiempo. Es un artilugio para deslindar responsabilidades, justificar atrocidades y hasta darle una pátina de moralidad a situaciones muy alejadas de las reglas de convivencia.

El aceitado cinismo diplomático –que abunda en todo el planeta- nunca logrará desalojar el dolor de desconsoladas víctimas de la barbarie maquillada con la frase “daños colaterales”. O si se prefiere: “error humano”. Es un modo de ocultarle al colectivo social razones o motivos de maldades, planes comprometedores o violaciones repudiables. En definitiva, una práctica moldeada en normas vergonzantes desprovistas de respeto y cargadas de ambiciones malsanas.

Es, ciertamente, una postura hábilmente diseñada para darle apariencia virtuosa a lo que se advierte como una acción de “doble cara”. Es el arte de fingir o aparentar algo que no se siente. Ser hipócrita es no ser justo. Ser hipócrita es aliarse con alguien a quien se agravió frente a una cámara de TV, cuando nuevas y tentadoras reglas de juego le ofrecen almibaradas ventajas.

El Papa Francisco ha advertido que “la actitud del hipócrita es la actitud de aquellos que sólo velan por su salvación (…) es alguien que puede destruir una sociedad; el hipócrita es un asesino”. A los males que genera suele asumirlos como una fatalidad.

El acto de haberse derribado un avión civil con 176 personas a bordo que perdieron sus vidas, no puede atribuirse a un “error humano”, siendo que quienes lo cometieron alardean de la puntillosidad y cuidados extremos con que se instalan los sistemas de seguridad interna y externa. Y con más razón no pueden fallar cuando se trata de respetar vidas ajenas de quienes no exponían actitudes hostiles. En este caso nunca puede hablarse de “error” sino de “horror” humano, a partir de la revelación de que los misiles en realidad fueron dos, separados por 23 segundos.

Estados Unidos-Irán es una guerra demencial que cada día amenaza más la ya endeble paz del mundo. Otro ejemplo de hipocresía se ha dado cuando las grandes potencias se reúnen para debatir la reducción de los arsenales nucleares, cuando es sabido que un mínimo almacenamiento alcanzaría para destruir cualquier tipo de manifestación de vida, en sucesivas reciprocidades.

El sistema infrarrojo de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, que se basa en satélites situados en diferentes órbitas para el rastreo de lanzamientos y trayectoria de vuelo de los misiles balísticos, detectó el misil SA15 de Irán que, “por error” derribó al avión Boeing 737-800 de Ucraine Internacional Airlines, en Teherán. Curiosamente pasaron varios días para dar cuenta de un segundo impacto. Fue como dispararle con un obús a una liebre.

El Estado Mayor iraní, al reconocer y oficializar su responsabilidad en la tragedia (motivada -se arguye- por la tensa situación tras el asesinato de su líder Qasem Soleimani), se escudó en que “En condiciones así  y como resultado de un error humano y en forma involuntaria, un proyectil alcanzó el avión” (¿y el segundo?). Y anticipa que “se llevará a los responsables ante la justicia” (¿propia?). No se concibe que la tecnología armamentista pueda hoy permitir semejante falla.

¡Qué hipocresía! ¿Acaso se allanaron a llevar ante su justicia a los que destruyeron la sede de la AMIA en Buenos Aires? Es que allí no se trató de un error humano sino de una operación fríamente pensada y ejecutada con altísima precisión.

El enjuiciamiento en nuestro país ha sido hábilmente eludido por el kirchnerismo y el Pacto que todos conocemos terminó con el asesinato de un fiscal corajudo, Alberto Nisman, de cuya muerte se cumplen este sábado 5 años.

El presidente de Irán, Hasán Rohaní, define como “un error imperdonable” a este ataque a una aeronave comercial, pero no reaccionó cuando nuestro país fue ultrajado con muchos kilos de gelamón. No fueron errores humanos sino horror y terror inhumanos aplicados meticulosamente y con ayuda local.

Un movimiento sísmico, un tsunami (derivación del desplazamiento en el mar de gigantescas y arrasadoras olas) o una devastadora erupción volcánica, siempre se imputan a la naturaleza, pero los enormes arsenales de armas de todo tipo y poder destructivo que guardan las potencias, no son efecto de fenómenos naturales sino de alardes tecnológicos que persiguen poner en vilo al planeta. El objetivo, en el fondo, es generar el terror. Es una especie de dominación virtual preventiva y a cuenta de mayor cantidad.

Espantoso fue enterarse de que un misil que había mandado a tierra a un avión de pasajeros a minutos de elevarse, obedeció a un error humano. Aunque en otro contexto histórico, nadie podría suponer que la destrucción el 7 de diciembre de 1941 de gran parte de una flota estadounidense amarrada en la Base Marítima de Pearl Harbor se debió a un error humano de la Armada Imperial Japonesa empleando 353 aviones.

Tampoco fueron desde luego errores humanos las réplicas decididas en Washington por el entonces presidente Harry S. Truman como “Declaración de Guerra” a Japón, traducida en el lanzamiento de dos bombas atómicas. La primera el 6 de agosto de 1945 sobre Hiroshima (con 166.000 muertos) y la segunda tres días después sobre Nagasaki (80.000  muertos). Pero en el tiempo se sumaron miles más por las secuelas de la radiación que originaban enfermedades terminales y malformaciones.  

Parece que el fin ya justificaba los medios pero ambos ataques (japonés y yanqui) fueron producto de planes cuidados, aún a sabiendas de cuántas vidas inocentes se perderían. Los que juzgaron en el Pentágono que ello le daría fin a la guerra, incurrieron en hipocresía, porque con el correr de los tiempos más guerras sucedieron y más mortíferas y sofisticadas han aparecido las armas. Del error al horror hay mucho más que un juego de vocales y consonantes.

No es ocioso recordar que en el mediodía del 16 de junio de 1955, la Aviación Naval argentina bombardeó la Casa Rosada y adyacencias para darle muerte a Juan Perón. Fracasaron porque el presidente había sido advertido, pero quienes pagaron con sus vidas fueron centenares de empleados y alumnos de escuelas que volvían a sus casas y fueron alcanzados por las bombas. Eso no fue un error humano sino una maniobra demencial preparada con total intencionalidad (tres meses después un nuevo golpe terminaría destituyendo al gobierno peronista).

Los fusilamientos de militares y civiles a consecuencia de un levantamiento en junio de 1956, sin juicio previo, fueron contrarios a la legalidad y ejecutados tras haberse levantado la ley marcial. No fueron errores humanos. Fueron crímenes impulsados por venganza con “propósitos aleccionadores”.

Mucho más cercano en el tiempo y en Paraná, nadie puede atribuir a un “error humano” la muerte de la joven Fiorella Furlán en la tarde del 14 de diciembre último, al ser arrastrado su automóvil al Arroyo Antoñico por la fuerte correntada que cruzaba el pavimento de la calle Gálvez. Fue producto de la desidia enraizada en cierta política, insensible y carente de visión, que no concreta las obras hidráulicas correctamente, en tiempo y en forma.   

El título de esta nota podría haber sido también Error, Horror y Terror. Y no hubiera sonado a juego de palabras sino a la síntesis del miedo y la injusticia.

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