Versión impresa del semanario
15/03/2017

Reportaje a María Cristina Escobar, la madre que rescató a su hija de una red de prostitución vip en Concordia y llevó a juicio a Gustavo Darío Alfonzo
Columna de opinión

Desde luego que no son todos pero lejos está de ser una minoría. Las pautas sociales, relaciones intra familiares, incentivo de una, a veces, despiadada competencia personal y el abandono de los frenos inhibitorios elementales, han generado un orden muy peligroso que cada día cobra más fuerza y suma preocupación. Este desenfreno reinante en capas etáreas otrora ajenas a tanto desmadre moral -que se naturaliza y agudiza en la medida que se resigna la autoridad y responsabilidad paternal- y nuevos grupos incorporados al consumo de alcohol, enfila hacia una verdadera antesala de otras sustancias aún más peligrosas. La figura de los padres macanudos que optan por el sí porque decir no demanda explicaciones, deriva en desbordes, excesos incontrolables y consecuencias perniciosas. El principal invitado en toda fiesta de jóvenes y pre adolescentes ha pasado a ser el alcohol. El denominado “primer día del último año” –rótulo escogido para celebrar ese tramo final de una hermosa etapa como es el nivel secundario-, termina desvirtuándose en tanto chicos y chicas se entregan al consumo etílico sin prudencia, que desemboca en desmanes y situaciones riesgosas. El consumo alcohólico en la vía pública es reprochable. Los auténticos progenitores, como jefes de hogar, deben ejercer su misión orientadora y correctora, sin ceder a la tentación de ganarse la falsa admiración y el respeto de un hijo a cambio de permitirle aquello inaceptable por nocivo. Las buenas relaciones y el amor por los vástagos se plasman y revelan aún en las más tajantes prohibiciones. Por fortuna la inmensa mayoría de las familias se guía por el manual de la armonía y el respeto recíproco.

Otro caso que obliga a repensar el sentido de la intervención estatal

El desastre político y el desquicio económico provocado en los noventa por el catecismo neoliberal contribuyó, por la vía del espanto, a reivindicar una vez más la intervención estatal en la economía. Péndulo incesante, historia repetida, los efectos del mercado libre obligaron a vastos sectores, muchos de los cuales habían simpatizado con la ortodoxia conservadora, a volver a confiar en el Estado como contrapeso necesario. Al igual que en anteriores períodos, el país es gobernado nuevamente hoy por políticos que creen en los efectos milagrosos que acarrea un mercado intervenido sólo a cuentagotas. Ocurre que los discretos resultados económicos alcanzados hasta acá por el gobierno de Cambiemos hacen perder de vista que algunas políticas heterodoxas, sobre todo durante la segunda parte del proceso político anterior, tampoco tuvieron éxito en la consecución de objetivos vinculados a la inflación, el crecimiento y el empleo. Está comprobado que ninguna receta por sí misma asegura efectos virtuosos y por ende se torna conveniente examinar puntualmente los resultados concretísimos de cada intervención. Es imprescindible debatir, dejando de lado consignas excesivamente simplificadoras, acerca de beneficios, costos, roles, sectores y objetivos. Discutir, en fin, quién gana y quién pierde en cada caso. La crisis de la láctea Cotapa, nuevamente en emergencia, se erige en acabado ejemplo de la necesidad de evaluar otra vez las ventajas y las desventajas que ofrece cierto tipo de intervención. Es que, pruebas al canto, el desempeño del sector público, como promotor o como bombero, como regulador o como empresario, suele arrojar resultados diferentes de los proyectados. Sobre todo si se verifica que el accionar del Estado, al fin y al cabo una herramienta susceptible de ser puesta al servicio de intereses muy variados, apenas si a veces puede socializar quebrantos y fracasa en su intento de viabilizar fuentes de trabajo que corren peligro. Siempre se podrá alegar que hasta determinados tropiezos son preferibles pues evitan males mayores. Es verdad. Pero en tal caso se deberá examinar el asunto desde esa perspectiva resignada y a la vez más predispuesta a reconocer que lo que se programa desde una genuina preocupación social puede ser, tal vez, lo menos conveniente para poner a salvo los intereses de quienes merecen ser protegidos.

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