El desastre político y el desquicio económico provocado en los noventa por el catecismo neoliberal contribuyó, por la vía del espanto, a reivindicar una vez más la intervención estatal en la economía. Péndulo incesante, historia repetida, los efectos del mercado libre obligaron a vastos sectores, muchos de los cuales habían simpatizado con la ortodoxia conservadora, a volver a confiar en el Estado como contrapeso necesario. Al igual que en anteriores períodos, el país es gobernado nuevamente hoy por políticos que creen en los efectos milagrosos que acarrea un mercado intervenido sólo a cuentagotas. Ocurre que los discretos resultados económicos alcanzados hasta acá por el gobierno de Cambiemos hacen perder de vista que algunas políticas heterodoxas, sobre todo durante la segunda parte del proceso político anterior, tampoco tuvieron éxito en la consecución de objetivos vinculados a la inflación, el crecimiento y el empleo. Está comprobado que ninguna receta por sí misma asegura efectos virtuosos y por ende se torna conveniente examinar puntualmente los resultados concretísimos de cada intervención. Es imprescindible debatir, dejando de lado consignas excesivamente simplificadoras, acerca de beneficios, costos, roles, sectores y objetivos. Discutir, en fin, quién gana y quién pierde en cada caso. La crisis de la láctea Cotapa, nuevamente en emergencia, se erige en acabado ejemplo de la necesidad de evaluar otra vez las ventajas y las desventajas que ofrece cierto tipo de intervención. Es que, pruebas al canto, el desempeño del sector público, como promotor o como bombero, como regulador o como empresario, suele arrojar resultados diferentes de los proyectados. Sobre todo si se verifica que el accionar del Estado, al fin y al cabo una herramienta susceptible de ser puesta al servicio de intereses muy variados, apenas si a veces puede socializar quebrantos y fracasa en su intento de viabilizar fuentes de trabajo que corren peligro. Siempre se podrá alegar que hasta determinados tropiezos son preferibles pues evitan males mayores. Es verdad. Pero en tal caso se deberá examinar el asunto desde esa perspectiva resignada y a la vez más predispuesta a reconocer que lo que se programa desde una genuina preocupación social puede ser, tal vez, lo menos conveniente para poner a salvo los intereses de quienes merecen ser protegidos.